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jueves, 25 abril, 2024
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La Torre de la Prioral como hito defensivo en el Puerto Real tardomedieval (I)

[Este texto se publicó originalmente con el título de “Ciudad abierta, defensa cerrada. La Torre de la Iglesia Mayor Prioral de Puerto Real como hito defensivo en una trama urbana de la Andalucía Occidental tardomedieval (I)” en las Actas del V Congreso Internacional sobre Fortificaciones “Fortificación y Ciudad” (Alcalá de Guadaira, Sevilla, 2010, pp. 77-85), y fue presentado como ponencia a dicho V Congreso Internacional sobre Fortificaciones “Fortificación y Ciudad”, organizado por el Excmo. Ayto. de Alcalá de Guadaira (Sevilla) y la Universidad de Sevilla, y celebrado entre los días 2 y 8 de marzo de 2009 en la referida localidad sevillana; lo presentamos ahora dividido en dos entregas para su mejor difusión, respetando el texto original de nuestra autoría; aparece ahora por primera vez en este formato y en la web, de la mano de “Puerto Real Hoy”]

El desarrollo de la trama urbana en la Europa Occidental en épocas antigua y medieval (si hemos de seguir una división ortodoxa –sic.- de la división de los períodos históricos) ha visto en la necesidad de defensa de los conjuntos habitados con carácter urbano y en la plasmación material de dicha necesidad, las fortificaciones, uno de sus hitos referenciales. De una u otra forma, poblamiento humano y defensa son dos realidades que han venido marchando parejas prácticamente desde el establecimiento de sociedades complejas basadas en una economía excedentaria y, por ende, territorialmente estables.

Huelga en estas líneas (dedicadas a una realidad mucha más específica desde una perspectiva estrictamente cronológica tanto como concreta, contemplada desde la óptica de lo material) detenerse a contemplar las líneas evolutivas de la compleja y articulada relación existente entre poblamiento, urbanismo y fortificaciones a lo largo de tiempo y espacio. Queremos centrar nuestra atención en esta ocasión, aprovechando la oportunidad que nos brinda este V Congreso Internacional sobre Fortificaciones -dedicado al tema “Fortificación y Ciudad”- en un caso y contexto determinado, el de una villa de realengo, Puerto Real, fruto de la repoblación castellana del Sur del Reino de Sevilla, creada como tal por el estado castellano a finales del siglo XV (en 1483) en pleno curso de la Guerra de conquista del reino de Granada (desarrollada entre 1480 y 1492).

El 18 de junio de 1483 los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón emitieron el documento fundacional de la villa de Puerto Real (Muro 1950), documento firmado en la ciudad de Córdoba por los monarcas, y que, junto con otros dos documentos emitidos con posteridad, recoge los fueros, libertades y privilegios de la fundación, estableciendo asimismo las condiciones en que debía crecer y desarrollarse la nueva población; de este modo los poderes del estado -tal y como se ha señalado sobradamente (Muro 1950, 746-ss.; Parodi 2006, 16-ss.)- conseguían poner coto al poder señorial en la Bahía gaditana y disponer de un “puerto real” (aun mermando la integridad territorial y los intereses de Jerez de la Frontera, el gran realengo gaditano[1]). Aunque Puerto Real inicia en 1483 su andadura como núcleo independiente, desgajándose del término de Jerez, ya en 1488 pasa a estar bajo la órbita jerezana por mandato real; será, por tanto, el cabildo de esa ciudad quien confirme los cargos municipales y quien fundamentalmente saque provecho de que la nueva villa sea, por disposición real, puerto obligado donde debían recalar los barcos de cuantas expediciones marítimas se hicieran al norte de África (pagando a la Corona un quinto de sus beneficios, el “quinto real”).

En 1543 el César Carlos concede nuevamente a Puerto Real su independencia; de todos modos, y no conforme con la decisión, el concejo de Jerez de la Frontera tratará de restablecer su dominio sobre lo que no deja de considerar un trozo de su alfoz, y mantendrá para ello numerosos y continuos litigios hasta bien entrado el siglo XVI (1572), en que de una vez y definitivamente, Felipe II vinculará la villa con la monarquía, decretando su definitiva emancipación como entidad independiente y de realengo (Muro 1950, 746-ss.). En este enclave urbano, creado como tal en el marco de la política de control del territorio y de consolidación de fronteras de los Reinos de Castilla en su meridión (unas fronteras a las que pudiéramos considerar tanto interiores -terrestres- como exteriores –i.e., marítimas: el litoral gaditano representaba una clara línea fronteriza no sólo frente al vecino del Sur, el magrebí, sino frente a los vecinos del oeste, los portugueses), la voluntad y oportunidad de fortificación expresadas por la propia autoridad estatal se manifestarían no en la erección de una cinta muraria que englobase a la nueva puebla (cinta que no se erigió), sino –y fundamentalmente- en dos elementos singulares tendentes a tal fin (a reforzar los aspectos defensivos de la localidad): de una parte, el propio trazado de las calles de la nueva puebla, tendidas siguiendo una disposición en damero (ortogonal o hipodámica), y que habrían de permitir (en unos primeros momentos de la existencia de una villa que contaría con un casco urbano no precisamente extenso (y, por ello, relativamente manejable) bloquear los extremos de las vías, “cerrando” (mediante la disposición de empalizadas provisorias -o incluso barricadas, llegado el caso) el cuerpo del casco urbano ante hipotéticos enemigos, convirtiéndolo de esta manera en una estructura cerrada sobre sí misma; de otra, en la construcción de una edificación religiosa de marcado carácter defensivo, la Iglesia Mayor Prioral de la villa (naturaleza defensiva especialmente señalada en lo concerniente a su única torre, dotada, e.g. de saeteras), templo que sería puesto (de forma que cabría considerar ciertamente y cuando menos -dada la naturaleza del propio santo- como poco casual) bajo la advocación de San Sebastián Mártir, una titularidad establecida (por los propios Reyes Católicos) quizá accesoriamente, quizá no tanto, ya que se trata precisamente de un militar –romano- martirizado por causas religiosas (por su fe cristiana) en el seno de una de las persecuciones a las que fueron sometidos los cristianos en distintos momentos de la época imperial; vemos reunidas de este modo en el santo patrón -de la iglesia y de la villa- las dos características que pueden extrapolarse al propio templo: la naturaleza religiosa cristiana y la función militar, elementos esenciales (ambos) del mártir que se encontrarían, así pues, recogidos en las razones de ser -y en las funciones- del propio edificio.

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20160213_cultura_historia_pr_02En cualquier caso, encontremos o no una directa relación entre la naturaleza defensiva del edificio y su torre (emplazados, además en una leve altura, en la suma de la pequeña colina que corona el casco urbano y se desliza hacia la ribera) con la elección del santo de su advocación (un militar romano, mártir, y que por ello parece reunir en sí mismo (como venimos señalando) la doble esencia de la edificación, la religiosa -la principal- y la defensiva -igualmente básica pero secundaria respecto a la anterior), la configuración de la trama urbana de la nueva villa de Puerto Real encontraría en la Iglesia Mayor uno de los argumentos principales de cara a su desarrollo en el tiempo y el espacio. Es de señalar cómo en el entramado original del casco urbano de la villa, la iglesia de San Sebastián ocupa una posición aparentemente excéntrica, alejada del núcleo de poder civil, sito en el extremo opuesto del callejero, en la entonces plaza del Cabildo[2]. En el entorno inmediato de dicha plaza se encontrarían las Casas del Consistorio de la villa así como la primitiva iglesia de San Juan de Letrán (hoy desaparecida), que habría podido contar con dimensiones más reducidas (dada su naturaleza secundaria frente a la Mayor Prioral), pero que habría entrado en funcionamiento como recinto sacro de manera precedente a la de San Sebastián (y mientras ésta se encontraba aún en construcción), representando el primer núcleo religioso (de representación y función) de la localidad.

Por lo que respecta a la trama urbana inicial de la localidad, definida en su estructura por los mismos documentos fundacionales, y fruto como diseño de la voluntad regia en lo que constituiría un ensayo, como es de sobras sabido, de modelo urbanístico que habría de ser probado asimismo en el caso del núcleo de Santa Fe de Granada, en las islas Canarias y, andando el tiempo, en las tierras del Nuevo Mundo (sobre la Fundación de la Real Villa, el mejor y más completo estudio sigue siendo el del profesor Muro Orejón -Muro 1950, 746-ss; para datas de tierra en el siglo XIX de acuerdo con la disposición original del trazado urbano y la pervivencia de la trama en damero desde el siglo XV, cfr. Vila 1997, 101-ss.), su extensión habría abarcado (en los momentos fundacionales) el espacio comprendido en el espacio comprendido entre las actuales calles Sagasta (al E.), Ancha (al O.), San José (al N.) y de la Plaza (al Sur), con un ámbito inmediato de expansión (ya en el siglo XVI) hacia las actuales calles San Francisco (al E.), Vaqueros (al O.), Teresa de Calcuta (antes Carretera Nueva, al N.) y Amargura (al Sur, hacia la ribera del mar)[3].

En el emplazamiento de la Prioral (incluso en su disposición “esquinada”, “orientada” respecto al conjunto de la trama urbana) podemos colegir diversas (y claras) intenciones relacionadas con la naturaleza y ánimo defensivo de la construcción. La iglesia de San Sebastián se encuentra situada sobre una ligera elevación, o, por mejor decirlo, sobre la ladera de la levísima colina que preside el antiguo pago (quizá el de “La Argamasilla” [4]) sobre el que sería erigida la nueva puebla (Parodi 2006, 35-58); Puerto Real cuenta con una elevación media de 8 metros sobre el nivel del mar (en un término municipal de 196 km2 de extensión); su casco urbano, que descansa (y se extiende) precisamente junto al borde litoral, se encuentra a nivel del mar; en el propio casco urbano, el punto más elevado sobre la cota 0 (sito en la confluencia de las actuales calles Teresa de Calcuta y Cruz Verde) es el cénit de la misma ligera elevación (lo que cabría apuntar como un “puig” o “coll”) en la que se dispone la iglesia, de la que dista solamente unas pocas decenas de metros (considerada la menor distancia en línea recta, atravesando manzanas del casco, soslayando el viario); la diferencia entre la Prioral y la cota cero es soslayable (unos 3 m.), y viene a ser salvada por la suave pendiente que -convertida hoy en la tirada de las actuales calles Vaqueros, Ancha y Cruz Verde (señalamos las calles en el sentido que ocupan de O. a E. en el casco histórico de la villa) asciende desde la ribera, alcanza el punto máximo (antes señalado) para desde allí volver a descender en la dirección opuesta.

Algunos elementos a considerar al tratar sobre la naturaleza de la torre y su clara funcionalidad defensiva son, pues, la hipotética existencia de una edificación precedente (¿una ermita, un ribat?), la situación sobre la colina/cantera (con las explicaciones tradicionales que señalan la existencia de una cantera de piedra, y la posibilidad de que dicha “cantera” fuera precisamente un edificio precedente, “fagocitado” como fuente de piedra para las primeras construcciones tras la repoblación castellana de los 80 del siglo XV), el rol de la torre como referencia para navegantes en el seno de la Bahía de Cádiz, el grosor de la propia torre, dato combinado con la existencia de saeteras en la misma, su situación (la de la iglesia) en un ángulo (entonces) del casco urbano (al modo de un alcázar, ocupando una clara posición defensiva (en una elevación, en un ángulo, claramente posicionada frente al mar, con una intencionalidad manifiestamente defensiva ante los ataques de los piratas berberiscos musulmanes o de los cristianísimos portugueses, en un contexto tardomedieval…).

No parece, considerada de este modo la fábrica del templo, descabellado considerar a la Prioral como una suerte de “alcázar” (entre otros motivos, y como venimos señalando, por la posición que la misma ocupaba respecto al propio casco urbano) en el seno de la villa, más especialmente dada la absoluta inexistencia de un verdadero recinto amurallado como tal que sirviera como defensa permanente para el cuerpo de la villa, y las posibles necesidades de protección material de los habitantes de la misma (en un contexto perteneciente al horizonte de los siglos XV-XVI), quienes se verían obligados al expediente de recurrir a la disposición de empalizadas cuando resultase necesario bloqueando de tal suerte los accesos -por el viario- al casco de la villa en la medida de lo posible, medida que se nos antoja harto feble para contener a un enemigo decidido, como habría de demostrarse (si bien se trata de un contexto cronológico distinto al que viene centrando nuestro interés) tanto en 1702 como en 1810, con ocasión del asalto angloholandés a la Bahía de Cádiz (1702) y de la invasión napoleónica (1810), cuando las defensas de la villa habrían de ser las situadas en su periferia (los castillos de Matagorda y, posteriormente, el Fuerte de San Luis o Fort Luis, en el frente del litoral portorrealeño asomado a Cádiz, así como los baluartes de la zona del Puente de Zuazo, ya lindando con la San Fernando), y servirían más para guarecer y proteger a Cádiz (motivo real de su construcción y disposición) que a Puerto Real (en cuyo término y territorio se encontraban)[5].

Notas

[1] Jerez de la Frontera contaba en el siglo XV con la salida natural al mar que le proporcionaba uno de los dos brazos activos por entonces del río Guadalete; precisamente se trataría del brazo meridional, el actual río San Pedro, convertido hoy (y desde época moderna) en una ría mareal al haber sido desgajado del cuerpo principal del Guadalete; si el entonces brazo principal del río Guadalete (el septentrional, hoy único curso “vivo” del mismo) se encontraba en su desembocadura bajo la jurisdicción de los de la Cerda, señores de El Puerto de Santa María, el brazo sur, que serviría para la comunicación de la entonces costa jerezana (el litoral actual de Puerto Real) con el interior de dicho término, donde se asentaba la ciudad de Jerez, desembocaba en la jurisdicción jerezana (amén de haber podido servir de linde entre los dominios portuenses y jerezanos, como lo sería luego -y hasta nuestros días- entre los términos portorrealeño y portuense), frente a pagos (en la actualidad portorrealeños y entonces en término jerezano) reconocibles hoy bajo la denominación que ya habrían tenido por entonces tales como los de La Matagorda, Las Cabezuelas y El Trocadero, siendo en este último donde se habrían localizado las más activas instalaciones portuarias jerezanas, emplazadas en un litoral perteneciente al término y alfoz xericiense; para El Trocadero como Marina de Jerez, cfr. Rodríguez del Rivero, 1945 y Parodi, 2006.

[2] Hoy denominada de Blas Infante, y más tradicionalmente conocida como “plaza de la Cárcel”, por haberse conservado en la misma las dependencias de los calabozos municipales (y de la escuela municipal, que parece haber dejado menos huella, al menos en la memoria colectiva local) hasta el siglo XX, tras la mudanza en las postrimerías del siglo XIX del Ayuntamiento a otro emplazamiento distinto y aledaño -ya sí- a la Prioral, en la confluencia de las calles Real y Ancha (de donde las Casas Consistoriales serían finalmente traspasadas -en el curso del bienio de 1906-1908- al edificio de la céntrica plaza de Jesús donde se encuentran aún en la actualidad).

[3] Ello por lo que se refiere al cuerpo de la trama urbana; habrían existido otros edificios singulares alejados del conjunto principal del casco urbano de la joven villa, caso por ejemplo de las posadas de la Espada y de Bello (sitas respectivamente en la esquina de las calles de la Plaza y San Francisco, una, y en el entorno del parque de El Porvenir -el antiguo “Pago de La Laguna” (urbanizado en el siglo XIX como jardín romántico), zona por la que llegaba a la población el camino de Medina Sidonia y que constituía el acceso principal a la villa desde la campiña interior del retroterra de la Bahía), sendas posadas de arrieros o “fondas” (del bereber “fonduk”) situadas -como era habitual- a las afueras de la población, y que funcionaban como las antiguas mansiones romanas.

[4] Otros pagos portorrealeños, como los de Jarana, El Trocadero o La Matagorda, cuya denominación se remonta a los momentos de la Fundación (cuando no a períodos anteriores, como en el caso de Jarana, estudiado por nosotros en trabajos precedentes) han conservado sus nombres hasta el momento presente

[5] Las defensas señaladas y situadas en territorio portorrealeño no fueron concebidas para sostener a la villa, sino como parte del sistema defensivo de la Bahía gaditana, enfocado hacia la protección de la isla y ciudad de Cádiz, especialmente tras el saco inglés de 1596 (Cano 1994).

Manuel Parodi
Manuel Parodi
Doctor Europeo en Historia, arqueólogo. Gestor y analista cultural. Gestor de Patrimonio. Consultor cultural.

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