El espacio de nuestra memoria colectiva, tan sólido en sus formas como líquido (e incluso gaseoso) en sus fondos se encuentra verdaderamente repleto de hitos materiales que no sólo contribuyen a dar forma a la realidad cotidiana que nos envuelve y en la que nos desenvolvemos diariamente, unos hitos que con su mera presencia han ido -y siguen haciéndolo- modelando nuestro carácter como colectividad, en definitiva como grupo.
Dichos hitos pueden contar con mayor o menor fortuna a la hora de disfrutar de nuestra atención, pero todos ellos son parte de nuestras señas de identidad de uno u otro modo ya que, aunque no tengamos conciencia plena de ello, nos acompañan cotidianamente, dan forma a los perfiles de nuestra memoria y sustentan nuestro diario caminar hacia la suerte, que es decir hacia la mar.
Toda ciudad cuenta con un corolario de hitos físicos, de espacios singulares cargados, por así decirlo, de energía, de rincones y lugares dotados de un peso específico especial en el inconsciente colectivo del cuerpo social de la misma, de la masa humana que la habita y la configura, lugares que forman parte de los espacios “nodales” de cada ciudad, y que si bien sea de una manera laxa representa y constituye uno de los anclajes de toda ciudad consigo misma, con su Historia y con su forma de entenderse, concebirse e interpretarse, de construirse como realidad (como identidad) a la vez mutable y estable a lo largo del tiempo.
En nuestra localidad acaso uno de estos espacios más comúnmente ignorados sea quizá el del atrio de la iglesia Mayor Prioral, un aparentemente simple solar urbano (dicho muy pronto y muy mal) que no termina de rodear a San Sebastián y que sirve a la ciudadanía, además (amén de para su concurso en el desarrollo de no pocas actividades de carácter religioso y social -como las procesiones, y no sólo las de Semana Santa, junto a las ceremonias de matrimonio que se ofician en el templo de referencia) para atajar entre dos calles del que es nuestro centro urbano, el casco histórico portorrealeño.
De seguro no sabríamos decir cuántas veces sus piedras han soportado nuestros pasos, cuántas veces hemos acortado camino por allí y cuántas oscuridades hemos por allí encontrado, o en cuantas ocasiones nos ha sostenido su solería de cantos rodados (o “chinos pelúos”), un pavimento que data como en más de una ocasión hemos apuntado del año 1930 en su configuración actual, como sabemos porque así reza una pequeña inscripción que nos lo señala, contando de este modo con casi un siglo de antigüedad; precisamente por ese pequeño diseño con el anagrama de la palabra “año” y la fecha de 1930, todo ello diseñado y realizado con cantos rodados, sabemos de la antigüedad de esa pavimentación[1].
En el atrio de la Prioral encontramos un hito histórico en sí mismo, un suelo de la ciudad que ha ido creciendo con ella, y que podría ser susceptible de revelar no pocos datos relativos a la evolución urbana de la Villa a lo largo de los siglos que componen ya su Historia como núcleo consolidado (desde el punto de vista administrativo como desde el punto de vista urbanístico) desde las postrimerías del siglo XV, desde aquel tan lejano año 1483 cuando la Corona de Castilla dio en crear la Real Villa de Puerto Real de la mano de su soberana, la reina Isabel I y su consorte, el rey Fernando, esto es, los Reyes Católicos.
Anejo a las calles Ancha y la Palma, anejo a la parroquia de San Sebastián (el templo mayor, en todos los sentidos, de la Villa), el atrio conserva en sus entrañas un perfil arqueológico valiosísimo de la Historia de nuestra ciudad, pues es, como ya señalamos en alguna ocasión precedente (en no pocas ocasiones precedentes, en realidad), un espacio por calar, por catar, por investigar con metodología arqueológica, un espacio que podrá revelar una muy interesante información no sólo sobre las características y naturaleza (y secuencia) del crecimiento vertical de la Villa (por acumulación de estratos a lo largo de este medio milenio largo de Historia), sino sobre la diacronía de nuestra evolución como espacio urbano desde esos mismos finales del siglo XV que mencionábamos, así como sobre la Historia particular de la Prioral, a cuya sombra se encuentra el atrio desde quizá antes de la construcción del monumental edificio religioso citado.
Historia y Arqueología, una vez más, se dan la mano en el espacio del atrio, de modo que la investigación arqueológica (desarrollada con especial cuidado en un entorno tan sensible) podrá servir como herramienta de cara al mejor y mayor conocimiento de nuestra realidad a lo largo del tiempo como comunidad, como cuerpo social, como Real Villa.
En alguna ocasión, en el curso de alguna cuestión menor llevada a cabo en dicho espacio (obras como consolidar alguna de las losas que rodean la iglesia, arreglar algún peldaño de la Prioral y cosas por el estilo, de índole muy menor) ha sido posible observar la existencia de lo que parecían ser varias capas de suelo perfectamente identificables y distintas entre sí, unos aparentes estratos que se sucedían en vertical y que daban fe de la sucesión del tiempo en este contexto concreto del atrio y los aledaños de la Mayor Prioral de San Sebastián, en pleno corazón urbano e histórico de la Villa de Puerto Real.
Las mencionadas “capas” parecían estar separadas entre sí por lo que aparecían -a su vez- como capas de cal, material que forma parte del mundo de la construcción y las obras públicas (de un modo u otro) desde la Antigüedad, como sabemos.
Estas hipotéticas capas de suelo podrían estar a su vez reflejando lo que podrían ser diferentes momentos históricos no sólo del atrio y la iglesia Mayor Prioral, sino, al mismo tiempo, de la propia ciudad, y están esperando, tranquilas, como siempre, como desde siempre, a que se pueda realizar una intervención arqueológica que permita (valga la expresión coloquial) “abrir la tarta” del atrio para poder identificar de forma tan concluyente y definitiva como resulte posible cómo habría podido ser la evolución de la que venimos haciendo mención, esos quinientos años largos de Historia (535 años, entre 1483 y 2018, precisamente) sobre los que propios y extraños (sobre todo los propios, por estadística) desplegamos el perfil vertical de nuestros pasos y los contornos de nuestra sombra día tras día.
Bajo ese suelo apacible, tranquilo posiblemente descanse una parte notoria y notable de la Historia de nuestra ciudad, ya que sabemos que los aledaños al templo Prioral así como el interior del templo mismo contaron con una misión capital durante varios siglos de nuestra Historia, la de servir como espacio funerario, como lugar de enterramiento y última morada a cientos de portorrealeños que quisieron descansar para siempre en la iglesia de San Sebastián así como (caso de no poder costearse el entierro en el interior del referido templo, por ejemplo) en los espacios aledaños al mismo (una cuestión acerca de la cual -amén de otras publicaciones salidas de diferente pluma- quien suscribe estas líneas se ha ocupado en no pocas ocasiones a lo largo de los últimos casi veinte años, y sobre la cual asimismo hemos tratado en párrafos precedentes de esta serie así como en esta misma cabecera de “Puerto Real Hoy”).
De esa forma, sabemos que en el entorno de la Plaza de la Iglesia, en la actual calle San José (que no en vano recibiera el nombre de calle “Huesos” o “de los Huesos”, precisamente en virtud de esa misma función de espacio funerario que en su día cumpliera dicha vía urbana local a su paso por la Prioral de San Sebastián Mártir), y en el mismo contexto del atrio de la Prioral (más que posiblemente, y a falta de la confirmación de tal hecho por la Arqueología) se desarrollaría esta función funeraria al menos entre los siglos XVI y XVII (en unos y otros espacios, sin solución de continuidad y quizá alternándose entre ellos en tales funciones).
Por ello no es de descartar que (a falta de lo que sobre el particular diga la investigación arqueológica que tan interesante resultaría y tanta luz arrojaría sobre este aspecto de nuestro pasado y sobre este espacio de nuestra ciudad, de nuestro casco histórico local) en el atrio pueda encontrarse un espacio funerario relacionado con la Prioral, anexo a la misma y fuertemente vinculado a la Historia Moderna de la Real Villa, un espacio funerario que yace bajo los cantos rodados (por así decirlo) del paviomento de 1930, a no sabemos -de existir- qué profundidad, esperando acaso a ser descubierto gracias a la investigación arqueológica[2].
El atrio de la Prioral, que la Historiografía tradicional portorrealeña quiere considerar una cantera (cosa distinta es saber si natural o artificial, si ese concepto de “cantera” hace referencia a una cantera de piedra ostionera o a un edificio precedente utilizado como tal cantera para extraer del mismo piedra de cara a la construcción de la Mayor Prioral), de la que se habría nutrido la construcción de la Prioral, y que forma parte quizá de la configuración primera del paisaje sobre el que se asienta el casco histórico de la Real Villa (acaso ese pago de “La Argamasilla” del que ya hemos escrito en alguna ocasión precedente, por ejemplo en textos anteriores de esta misma serie y cabecera) es un testigo silente (que no mudo)[3] de nuestra Historia, y nos ofrece la oportunidad (ahora, y mañana) de proporcionarnos una valiosa información sobre nuestro pasado, sobre nuestra Historia.
Junto a lo dicho, más cosas, más cosas en el atrio de las que iremos hablando en futuros párrafos, a la espera -sin pausa ni prisa- de que la Historia siga abriéndose camino, y consiga ofrecer detalles sobre uno de los edificios más relevantes de nuestra ciudad y que sin duda serán muy interesantes para el conocimiento de nuestro pasado, y con ello de nuestra realidad.
Referencias:
[1] No es oportuno dejar de mencionar cómo no hace demasiados años un alcalde de la ciudad tuvo el empeño, que afortunadamente pudo ser impedido, de destruir este espacio histórico; podríamos decir jocosamente que si el caballo de Atila se limitaba a impedir que volviera a crecer la hierba, “del suelo hacia arriba”, donde pisaba, hubo quien trató de llevar los efectos de su destrucción “del suelo hacia abajo”; bromas aparte, ese atentado contra nuestra Historia pudo impedirse, y no se llevó a cabo la destrucción de este espacio singular de nuestro paisaje urbano, este lugar tan señero de nuestra identidad colectiva como comunidad; pese a ese afán destructor, felizmente neutralizado hace unos lustros, Puerto Real y la Prioral de San Sebastián siguen contando con el atrio, con ese espacio tan íntimamente ligado a nuestras señas de identidad.
[2] Como decíamos en la nota anterior, a caballo entre los siglos XX y XXI hubo quien quiso hacer desaparecer este espacio, que forma un conjunto unitario con la reja que lo circunda y el templo que sirve de eje al referido conjunto (templo, atrio y reja); la reja data de finales del siglo XIX y el atrio de tiempo inmemorial (sic), mientras su pavimentación (en el estado actual del pavimento de cantos rodados) cuenta con casi un siglo de antigüedad; de haberse producido tamaño destrozo, se habría destruido un conjunto integral, quedando la iglesia Mayor completamente desvirtuada y desnaturalizada al verse desprovista de dos tercios de lo que históricamente viene siendo su aspecto y su fisonomía en el imaginario local, en el paisaje histórico, visual (por ende, sensorial) y colectivo de los portorrealeños; afortunadamente quien quería destruir este espacio de nuestra Historia y nuestra memoria no consiguió hacerlo; un día contaremos más, y daremos algunas claves…, porque podemos hacerlo.
[3] Dejará de ser mudo, precisamente, cuando merced a la investigación arqueológica se le dote de voz…