Seguiremos, así pues, en estas líneas atendiendo al retrato dieciochesco que el ilustrado don Antonio Ponz realizaría de la Villa de Puerto Real, lugar el nuestro donde uno de los asuntos que más llamaría la atención al autor, y así quedó reflejado en su obra, habría de ser la actividad salinera de su término municipal. La sal era por entonces el medio más común de cara a poder conservar determinados alimentos, tales como la carne o el pescado, y de ahí justamente la gran demanda que existiera de este producto, en cuya extracción se habrían especializado los vecinos portorrealeños ya desde el mismo siglo XV (no olvidemos que a los consumos locales y la posible exportación de la sal a otros territorios peninsulares habría de sumarse la venta de la sal de cara a las navegaciones atlánticas y los territorios coloniales ultramarinos).
La técnica extractiva de la sal retratada por Ponz hace más de dos siglos goza de una gran carga de intemporalidad: es, esencialmente, la misma que se utiliza hoy día, y la que se venía utilizando en este entorno desde tiempos inmemoriales:
Ponz viene a realizar además un recuento de las salinas existentes en la zona, en la Bahía gaditana, donde se comprueba con facilidad cómo Puerto Real era la localidad que poseía un mayor número de salinas, muy por encima de las vecinas poblaciones de San Fernando y Cádiz:
Este más que respetable número de saleros (como también se les denominaba) de finales del siglo XVIII iría en aumento en la siguiente centuria, de modo que ya en 1814 llegarían a 46 las salinas del término municipal portorrealeño, mientras en 1856 la cifra había incluso aumentado hasta 56, lo cual hace palpable la creciente relevancia y el peso de este sector productivo en la economía decimonónica no sólo portorrealeña, sino de la Bahía gaditana en general, pues significativamente en este mismo sentido es posible mencionar que la gran mayoría de los propietarios de estas salinas eran vecinos de la ciudad de Cádiz.
En cuanto al destino final de la producción de las salinas portorrealeñas, a través de la obra del viajero podemos observar (como señalábamos supra) cómo no sólo se abastecía el mercado nacional, sino que buena parte de la sal era enviada a otras naciones:
Antonio Ponz incluye en su texto algunos datos sobre la historia y ubicación de la Villa de Puerto Real, así como un sugerente retrato que nos lleva hasta una localidad que disfrutaba a fines del Setecientos de una época de bastante esplendor y riqueza, antes de que las epidemias y conflictos que abrieron el siglo XIX (circunstancias catastróficas para la Villa como la epidemia de fiebre amarilla o la invasión napoleónica…) acabaran con este aparentemente “dorado” periodo local. El comercio con los territorios americanos era el verdadero motor de la economía local, y en espacios como los de El Trocadero y La Carraca se plasmaban algunos efectos de esta lucrativa actividad:
Al detenerse a considerar otros aspectos de la Villa portorrealeña, Antonio Ponz advierte la carencia de importantes obras artísticas, pues en el momento de su visita a la Real Villa, en el año 1791, las que serían algunas de las más significativas obras arquitectónicas dieciochescas portorrealeñas aún no habían sido terminadas, como la iglesia de Jesús, María y José (conocida popularmente como San José), obra del arquitecto gaditano Torcuato Cayón, construida por iniciativa del gremio de carpinteros de la Villa, y concluida en septiembre de 1794, o la Plaza de Abastos, proyecto de Torcuato Benjumeda, discípulo del anterior, ejecutada en el último lustro del mismo Setecientos, y así lo pondría de manifiesto en sus líneas. Pero lo que sí llamaría especialmente la atención de este erudito ilustrado sería la peculiar y diáfana disposición de las calles de la localidad, su trazado urbano renacentista, así como el considerable aumento, tanto demográfico como urbanístico, que se había producido a lo largo del siglo XVIII: