Continuando con este recorrido por los espacios y las funciones funerarias de nuestro principal templo (que es, al mismo tiempo, nuestro principal tesoro monumental), la Prioral de San Sebastián, querríamos señalar algunos de aquellos lugares que servirían igualmente para el último reposo de no pocos portorrealeños que no desearon (o no pudieron) reposar en la antedicha Prioral.
Ya apuntamos en otros párrafos de esta serie (y en otros textos publicados con anterioridad a que diéramos -por así decirlo- a las ondas digitales los contenidos de la misma) cómo las creencias cristianas obligaban a que el difunto recibiese sepultura en un lugar sagrado, de modo que, en el caso portorrealeño, cualquier ermita o iglesia de la Villa se adaptaban a esta exigencia, respondiendo a la misma; en esta línea, algunos miembros de la comunidad local preferirían estos otros espacios (o se verían, por las razones que fuesen, a favor o en contra de su voluntad, abocados a sepelirse fuera de la Prioral), ya que la geografía urbana de la localidad albergaba en su seno un sensible número de edificaciones religiosas, como sería, por ejemplo, el caso de dos iglesias conventuales, las de La Victoria (de los Mínimos), y la Vera-Cruz (de los Franciscanos Descalzos), amén de la iglesia de San Juan de Letrán, sita junto al hospital de la Misericordia; también entran en este elenco “alternativo” a la parroquia diversas ermitas de nuestro casco urbano (ya desaparecidas), como las de San Andrés (que se erguía en las orillas de la plaza de la Iglesia (y fue derribada a principios del Ochocientos), la de San Benito (desaparecida a mediados del siglo XX e inmediata al emplazamiento de la actual parroquia homónima), y la de San Roque (también llamada de Jesús Nazareno, situada en la plaza de Jesús y desaparecida en la segunda mitad del siglo XIX).
En todos estos espacios sagrados se realizarían entierros durante la época Moderna, siendo abundantes los ejemplos, si bien siempre serán, en número, menores en relación con la Prioral de San Sebastián. En conciencia es de constatar que estas breves páginas no son el mejor espacio para bucear en la realidad funeraria de estos templos y conventos, que son merecedores de ser objeto de otros estudios más pormenorizados, apuntaremos, sí, los lugares constatados en la documentación consultada (en legajos mencionados a lo largo de los párrafos de esta serie); así, y por ejemplo, cuatro personas solicitan la iglesia de San Juan de Letrán como lugar para su enterramiento, dos de ellas ya en un año tan temprano como el de 1554.
Este mismo lugar sirvió de espacio de sepultura para algunos relevantes personajes de la vida portorrealeña, tales como regidores, escribanos, militares de alta graduación, muchos de los cuales querían -de este modo y tras una vida quizá agitada y a veces incluso fuera de los límites de la férrea doctrina católica y de las no menos férreas convenciones sociales, que venían de la mano de la moral de la época- ofrecer (y regalar a su posteridad tanto en el Más Allá como en la memoria de los vivos) un gesto de humildad y de arrepentimiento ante la divinidad (y ante sus contemporáneos) una vez llegado el momento de su muerte. Un ejemplo singular de ello sería el del capitán y caballero de la Orden de Santiago don José de Herrera, que sería enterrado (tras una ceremonia funeraria de notable aparato público desarrollada por las calles de la Real Villa) a la entrada de la iglesia de San Juan de Letrán para que a todos fuera posible pisar sobre su sepulcro (algo que hemos visto que sucedía igualmente en la Prioral), con el oficio de entierro que se acostumbraba para los menos favorecidos de la sociedad de la época.
De otra parte, el panteón de la Iglesia de La Victoria, templo de la comunidad de Mínimos de la Villa, serviría como espacio de sepultura a algunos portorrealeños en la Edad Moderna (cuatro en nuestra muestra); una sería doña Catalina de La Haya, quien recibiría sepultura…bajo el arco de la capilla de Nuestra Señora de la Soledad que hace frente a su altar…[1]. Esta misma iglesia fue asimismo y habitualmente espacio de enterramiento para marinos insignes (es sabida la vinculación de La Victoria con la Armada, siendo dicho templo tradicionalmente, por ejemplo y también, lugar para el matrimonio de integrantes de la misma), como sería el caso de Honorato Bonifacio Papachino, de origen saboyano, almirante de la Real Armada y Gobernador de la Armada Real de Flandes, que sería allí enterrado en 1696, o el almirante de la Carrera de Indias Francisco Antonio Garrote, quien sabemos que recibiría sepultura igualmente en La Victoria en 1705[2].
Otra iglesia asociada a un convento, en este caso el de la Santa Vera-Cruz, antigua ermita devenida iglesia de los Franciscanos Descalzos, disponía asimismo de su propio cementerio aledaño al citado convento, si bien se producían asimismo entierros en el interior del cuerpo de la iglesia. Contamos con un ejemplo de 1751, el del francés (natural de la ciudad gala de Tolón), Francisco Berneo, quien fuera primer contramaestre de construcción del departamento de la ciudad de Cádiz[3]; en el mismo lugar recibiría sepultura ya en 1634 otro nativo de Francia, Jaques Bazer, natural de Avignon[4], aunque resulta aventurado hablar de una hipotética capilla adscrita a la nación francesa en dicho lugar sagrado.
El lugar al que nos referiremos en última instancia será la ermita de San Roque, más conocida ya desde el siglo XVIII como de Jesús Nazareno, por tener allí esta cofradía portorrealeña su altar presidido por la imagen del titular de la misma; en este lugar recibiría sepultura también en el año 1751 doña Jerónima Marroquín[5].
Tras la puesta en funcionamiento del cementerio de San Benito, en los muy primeros años del Ochocientos, los panteones de los templos portorrealeños se cerrarían para no nunca más volver a recibir sepultura alguna. Así ocurriría ya en el año 1803, como pone de manifiesto el hecho de que en ninguno de los testamentos de dicho año aparece portorrealeño alguno reclamando ser enterrado en la iglesia Mayor de la Villa; es de constatar que sí se aprecia en estos testamentos una cierta confusión respecto al lugar final donde habrían de reposar los sus cuerpos de los finados, algo que es de entender como resultado y fruto del repentino y brusco cambio de usos y costumbres producido a partir del estallido de la epidemia de fiebre amarilla que asoló la Bahía en el año 1800.
En este sentido, es de constatar que ya en el antes citado trabajo de J.J. Iglesias sobre el efecto de este mal en el seno de la población portorrealeña, cuando dicho investigador analiza los testamentos correspondientes al periodo de la epidemia se deja ver este desconcierto entre los vecinos de la localidad, haciéndose patente entre los mismos esta inquietud; si apenas medio siglo antes, entre los años 1751-1755 más del 90 por ciento de los testadores solían elegir la iglesia Mayor Prioral como lugar para recibir sepultura, en 1800 este porcentaje baja hasta el 30 por ciento, aumentando de manera notable el volumen de quienes dejan la elección del lugar de su sepultura a los albaceas de sus últimas voluntades, y el de aquellos que hacen alusión a las difíciles circunstancias del momento, dándose el caso incluso de personas que no dejan especificado el lugar de su enterramiento, algo auténticamente impensable unos años antes (en estos casos se encuentra más de la mitad de los testadores portorrealeños del momento)[6].
En los testamentos del año 1803 dados ante Pereira y Bargas se aprecia aún cómo la mayoría de los testadores se encuentran, dígase, desorientados en lo que respecta a la localización del sitio de su definitivo descanso, y siguen sin decidirse directa y personalmente por el lugar de entierro; de este modo, el 57 por ciento de los testadores dejan la elección sobre este capital asunto a la voluntad de su albacea o de algún familiar íntimo, caso de Mariano del Valle, quien lo deja …a voluntad de su esposa…[7], de Inés Sánchez de Torres, …a voluntad de su hija…[8], o de María González, quien señala que decidiría …su hijo…[9]. Todos aquellos que se decantan por un lugar concreto lo hacen por el entonces flamante cementerio de San Benito (al que se refieren de distintas maneras), una clara señal de que ya en ese entonces este lugar es el único recinto autorizado para ser inhumados; así (y entre otros testimonios), el carpintero de ribera Antonio Pérez Garibaldo lo llama …el cementerio nuevo construido junto a la ermita de San Benito…[10], Francisca Tamariz lo define como …el cementerio extramuros de la villa…[11], o Gertrudis Claro habla de ser enterrada …en el nuevo cementerio establecido a este efecto…[12].
REFERENCIAS:
[1] AHPC. Protocolos notariales, sec. Puerto Real. L. 78, f. 571.
[2] Vid. IZCO REINA, M.J. y PARODI ÁLVAREZ, M.J.: “La Iglesia de la Victoria. Panteón de ilustres marinos”, en Diario de Cádiz, 18.II.2001.
[3] AHPC. Protocolos notariales, sec. Puerto Real. L. 98, f. 307.
[4] IZCO REINA, M.J. y PARODI ÁLVAREZ, M.J.: “Orígenes de la cofradía portorrealeña de la Vera-Cruz. Noticias documentales (1553-1700)”, en Actas de las VIII Jornadas de Historia de Puerto Real. Cádiz, 2000, págs. 49-ss.
[5] AHPC. Protocolos notariales, sec. Puerto Real. L. 98, f. 171.
[6] IGLESIAS RODRÍGUEZ, J.J.: La epidemia gaditana de fiebre amarilla de 1800. Diputación Provincial de Cádiz. Jerez de la Frontera, 1987, págs. 155-ss.
[7] AHPC. Protocolos notariales, sec. Puerto Real. L. 191, f. 225.
[8] AHPC. Protocolos notariales, sec. Puerto Real. L. 191, f. 260.
[9] AHPC. Protocolos notariales, sec. Puerto Real. L. 191, f. 816.
[10] AHPC. Protocolos notariales, sec. Puerto Real. L. 191, f. 109.
[11] AHPC. Protocolos notariales, sec. Puerto Real. L. 191, f. 156; la expresión “extramuros” es una forma de referirse a las afueras del casco urbano de la Villa, que como sabemos no estaba murado.
[12] AHPC. Protocolos notariales, sec. Puerto Real. L. 191, f. 287.