En este recorrido que venimos haciendo sobre diversos aspectos de la Historia del templo parroquial de San Sebastián, cabe señalar que el mismo se vio sujeto a una verdadera parcelación entre los siglos XVI y XVIII, cuando todos aquellos capaces de adquirir en propiedad una sepultura pagaban su precio a la institución eclesiástica, aspirando, sea dicho, a gozar de los mejores espacios, de aquellos espacios considerados como de mayor dignidad, de acuerdo con el espacio social ocupado por su persona; de este modo, las capillas o el Altar Mayor quedarían reservados (salvo contadas excepciones) para los linajes más acaudalados y socialmente potentes de la Real Villa, mientras otros segmentos sociales, de acuerdo con su nivel de riqueza (y su ubicación en la escala de la sociedad del Antiguo Régimen), se veían desplazados a diferentes espacios: bajo las naves del templo, junto a la pila del agua bendita, en los entornos del coro, del púlpito, en la proximidad del acceso a la iglesia… Encontramos así una jerarquización espacial del edificio eclesiástico que venía a ser un reflejo, en la sociedad delos muertos, de las diferencias sociales del mundo de los vivos.
Desde hace mucho tiempo ha existido un debate, no bien encarado de forma abierta hasta no hace demasiado tiempo (y siempre presente en la mente de quienes nos hemos acercado a la historia de este templo portorrealeño), relativo a la existencia o no de una cripta (o de varias criptas o espacios funerarios) en el subsuelo de la parroquia de San Sebastián, con la presencia de un panteón, o varios, de desconocidas dimensiones, de esos espacios donde se produciría el grueso de los enterramientos en dicho recinto sacro. Es bien cierto, en lo que nos atañe, que desde hace años (remitimos al respecto a la Bibliografía que presentábamos en el anterior artículo de esta serie: sería en exceso prolijo añadirla nuevamente al final de este texto) venimos tratando el tema de la función funeraria de la parroquia de San Sebastián, asunto al que nos hemos acercado en no pocas ocasiones, en artículos y conferencias y del que podemos decir que fuimos pioneros a la hora de plantearlo como una realidad basada en los datos históricos que hemos manejado y que nos han permitido construir las hipótesis que hemos planteado en diversos textos de nuestra autoría (en solitario o no).
Las pruebas físicas, materiales, como ya hemos mencionado con anterioridad, son aún parcas sobre el particular pero no impiden apuntar la existencia de diversas criptas (sin poder entrar en mayor detalle respecto a características, naturaleza, formas y dimensiones de dichos espacios); en cambio son interesantes las referencias documentales, notables, que tanto de forma indirecta como directa vienen a señalar en la línea de la existencia de los espacios funerarios de la iglesia de San Sebastián, como las bóvedas o criptas de algunas de sus capillas. Estos documentos escritos nos permiten plantear una hipótesis de trabajo muy concreta, que en un futuro esperamos se pueda corroborar físicamente y que hemos puesto negro sobre blanco en no pocas ocasiones, y ésta no es otra que la de la existencia no de una, sino de varias criptas (que forman parte de los diversos espacios funerarios con que cuenta la Prioral), quizá comunicadas entre sí, con una central y mayor, bajo las naves de la iglesia, y otras de menor entidad localizadas bajo algunas de las capillas del monumento, unas criptas (o “bóvedas”) en las cuales no solamente se producirían enterramientos, sino que servirían asimismo para la práctica de ciertos cultos y funciones religiosas (es interesante hacer notar cómo en el espacio de los muertos se llevaba a cabo -en cierta medida- una reproducción, subterránea, del espacio superior, reservado a los vivos (un mundo doble, un mundo de vivos y de difuntos, con el suelo como frontera y, quizá, como superficie especular entre ambos).
También existieron sepulturas a ras del suelo de la parroquia, en aquellos lugares donde no existía equivalencia subterránea (quizá por su reciente erección, quizá por mero aprovechamiento de los espacios), donde se emplazarían sepulcros de portorrealeños de siglos atrás.
La antigua Capilla del Sagrario, fundada en los años cuarenta del siglo XVII por quien fuera Alcalde Mayor de Honor de Puerto Real, don Juan Hurtado de Cisneros, habría servido desde mediados de dicho siglo XVII hasta al menos la segunda mitad del siglo XVIII como espacio de sepultura a los herederos de dicho señor Hurtado de Cisneros, convirtiéndose en ejemplo de una típica capilla y cripta familiar propia de la oligarquía local del Puerto Real del Antiguo Régimen.
Podemos igualmente hacer referencia al posible espacio funerario externo al templo que pareció existir en (o desde) un remoto pasado, quizá [desde] cuando esta iglesia Mayor de San Sebastián era aún sólo ermita (…) y en sus alrededores aún no se levantaba edificio alguno: de ahí vendría la antigua denominación de calle “Huesos” o calle “Cementerio” de la actual calle San José, inmediata al edificio parroquial por el norte.
En lo que toca a estos espacios funerarios del templo, es de señalar que en el año 1798 y a causa de la necesidad de crear un cementerio municipal, fuera de los templos, de los espacios religiosos, como consecuencia de la insalubridad que representaba la gran cantidad de enterramientos que se llevaban a cabo de manera cotidiana en los panteones de las iglesias de la Villa, se nos habla de forma directa del panteón de la Prioral de San Sebastián. Así, sabemos que en agosto de dicho año 1798 se reunió la Hermandad de la Orden Tercera de los Dolores en el panteón de la Prioral, pero hubo de aplazarse esta reunión, …por la fetidez y olor intolerable que exhalaba (…) puestos en la nariz los pañuelos... Incluso al siguiente día personas que se dirigieron a la ermita de San Andrés (sita en la actual plaza de la Iglesia), en compañía de la Hermandad de Ánimas, no pudieron cumplir con su objetivo, ya que según nos cuenta el testimonio del momento, …al abrir las puertas fuimos arrojados de ella por la fetidez insufrible que despedía…[1].
Tales referencias no sólo nos dan noticia de la existencia de un panteón de (es de entender) considerables dimensiones en la Prioral de San Sebastián, susceptible de albergar reuniones de cofradías, sino también de la compleja, cuando no crítica, situación en la que estaban dichos espacios funerarios (y con ello, la Villa): la población de la Real Villa había crecido enormemente en el siglo XVIII (algo en lo que, como hemos visto en artículos precedentes, el comercio oceánico y el traslado de la Casa de la Contratación a Cádiz en 1717 tuvo mucho que ver), y habría pasado de apenas dos mil vecinos en el siglo XVII a más de doce mil a fines del XVIII, con lo cual las criptas y otros espacios funerarios de los templos de Puerto Real habrían quedado pequeñas, insuficientes, para albergar a un número cada vez mayor de difuntos, lo cual originaba un estado de insalubridad constante que hacía imprescindible la creación de un cementerio, similar al actual, junto a la antigua ermita de San Benito. De hecho, se hacía obligado seguir las instrucciones dictadas unos años de la fecha que manejamos (1798) antes por el rey Carlos III, quien el 3 de abril de 1787 publicaba una Real Cédula que señalaba una normativa sobre los enterramientos[2], realizados hasta entonces, como hemos visto, en el interior de los edificios religiosos; estos enterramientos por sistema en el interior de edificios comenzaron a ser considerados como insalubres, originaban malos olores y presentaban el peligro de llegar a convertirse en focos de enfermedades; por todo ello se aconsejaba la creación de cementerios exteriores a los cascos urbanos, incluso alejados de la población, extramuros (fuera de los espacios habitados, en cualquier caso). Esta normativa, que legislaba la situación existente, se encuentra en la raíz del origen de los cementerios tal y como los conocemos en la actualidad.
Los espacios funerarios existentes en el seno de la iglesia Mayor Prioral de San Sebastián debieron cerrarse definitivamente entre mediados del año 1800 y fines de 1802, a consecuencia de la voraz epidemia de fiebre amarilla (estudiada por nuestro paisano Juan José Iglesias, como hicimos constar en la Bibliografía que acompaña el artículo anterior de esta serie) que tan gravemente afectó a Puerto Real y la Bahía de Cádiz en esos años; quizá en ello influyó asimismo la extensión de la idea entre los contemporáneos de que la fetidez y la poca higiene de estos recintos podía agudizar los efectos y consecuencias de la enfermedad, o incluso que fue el motivo de la génesis de la misma; fuere como fuere, desde esos entonces se abandonaron (se clausuraron) estos espacios funerarios: nadie más recibiría sepultura en el interior de la actual parroquia de San Sebastián, ni los personajes más ilustres, y baste el ejemplo que vimos en otras páginas relativo a don Francisco de la Rosa y Arnaud, capitán de fragata de las Reales Armadas y cuarto conde de Vega Florida, quien disponía de plenos derechos para recibir sepultura en la tumba de su padre, pero que sin embargo recibió sepultura, en el año 1823, en el novedoso cementerio de San Benito. Los enterramientos sistemáticos en los edificios religiosos de Puerto Real había, pues, pasado definitivamente a la Historia en la transición entre los siglos XVIII y XIX.
REFERENCIAS:
[1] AHMPR. Autos formados en razón de establecimiento de Cementerio. Año 1798, f. 23.
[2] Esta normativa de Carlos III imponía una serie de reglas sobre el uso de los cementerios, e intentaba establecer recintos que cumplieran y respetaran ciertas medidas higiénicas, ordenando se diera fin a la práctica de inhumaciones en el interior de las iglesias (con la excepción de ciertos privilegios), lo cual estaba considerado como un peligro debido a la insalubridad que ello representaba, pudiendo convertirse los templos en posibles focos de enfermedades contagiosas.