Alguna vez hemos señalado que la imagen de una ciudad tiene todo que ver con su Historia, con su presente (espejo de sus virtudes y defectos) y con su pasado. Tiene todo que ver con la forma que tienen los habitantes de dicha ciudad de concebirse a sí mismos como una comunidad en el tiempo y el espacio, con su idea de sí misma como comunidad y con la manera que tiene dicha comunidad humana (dicha civitas) de entender a la ciudad (igualmente, la civitas) en el tiempo y el espacio.
Y si las piedras que dan forma a los perfiles de la silueta de la ciudad (de la silueta de una ciudad dada, de una ciudad determinada…, pongamos por caso, Puerto Real…) nos hablan de tiempos monumentales, de glorias pasadas, quizá ajadas, quizá esplendentes, y de esperanzas por venir, no es de recibo pasar por alto, y mucho menos olvidar que esas mismas piedras no son sino el reflejo sólido, estable, perdurable del espíritu que un día, voluntad de gloria, fútil vanidad de antepasados perdidos en las brumas del olvido, alegría de la prosperidad, en la mayor parte de los casos, las reunió, las juntó y les dio forma vertical y horizontal para pasmo de los coetáneos y admiración de los postreros.
La voluntad, el afán de pervivencia, la necesidad (como si tal existiera, como si nunca hubiera existido, o dejado de existir dicha necesidad…) de mostrar, de demostrar, de hacer palpable y manifiesto el poder tenido, asumido o pretendido, la vanidad a veces (tantas veces), repetimos, en fin de cuentas, manifestada de mil formas (y cantada ya en el Eclesiastés, por ejemplo), encuentra (siempre lo ha hecho) en la ostentación una forma natural (digámoslo así) de expresión…
Y esa ostentación del poder -sostenido y ejercido realmente, o pretendido, como venimos insistiendo- encuentra en la piedra (en la edificación de símbolos de dicho poder, en la construcción de monumentos a la posteridad y al Poder) uno de sus mejores vehículos de manifestación…, cuando, quizá, no el mejor de todos.
El arte, la obra artística, el monumento (especialmente el pétreo), ha estado desde antiguo ligado al Poder (con mayúsculas…). No entraremos aquí y ahora en discursos largos y complejos sobre orígenes, razones, pervivencias, motivos y aparejos de dicha cuestión… Nos quedaremos, simplemente, con la idea de que el monumento, religioso, civil, poliorcético, ha estado desde siempre (válganos esta forma de decirlo, coloquial si se quiere) ligado íntimamente al poder, a la jerarquía, a la oligarquía capaz de financiarlo y deseosa de usarlo como instrumento de manifestación de su capacidad, de su estatus, de su posición en la cúspide de la escala social.
Ya se trate del Estado (el que sea), de la Iglesia (la que sea, igualmente) o de la oligarquía (una vez más: la que sea, y de la época que sea), la piedra (por así decirlo) ha estado siempre al servicio del poder, y ha servido para poner de manifiesto y reflejar el orden social, la estructura del cuerpo social, la jerarquización de las sociedades complejas (desde los inicios de la acumulación de excedentes, desde [o casi] el origen de la agricultura, y con ello de las sociedades de base territorial, complejas, y de los estados tal y como [grosso modo] los conocemos.
No nos engañemos: no estamos poniendo negro sobre blanco (o sepia, más bien, gracias al tiempo) unas pinceladas elementales con pretensiones de reflexión elevada: sólo traemos a colación algunos apuntes obvios, variaciones sobre el tema del baile del poder y la piedra, cuyos pasos es posible contemplar merced a un sencillo paseo visual (físico, material, o virtual) por las calles de un casco histórico cualquiera de nuestra tan vieja y tan cansada Europa… De un casco histórico de una de nuestras ciudades europeas…, pongamos por caso…, por el casco histórico de nuestra ciudad, de Puerto Real…
En Puerto Real, como sabemos y basta comprobar con un paseo por su casco histórico, o, más por extenso, por su término municipal, tan rico en Patrimonio Histórico, podremos encontrar casas-palacio, torres miradores, restos de baluartes y estructuras defensivas de épocas pretéritas (de mayor o menor entidad y erigidos en diferentes siglos, en unos y otros casos, desde los baluartes de la zona de Tres Caminos –alzados contra el invasor- a la Torre del Berroquejo, históricamente en término portorrealeño, levantada para controlar un espacio medieval sujeto a los avatares de la frontera -ésa que completa el nombre de tantas localidades de la actual provincia de Cádiz, como Arcos o Jerez- allá por el siglo XIV), edificios religiosos (iglesias, conventos…) que en algunos casos conservan su función original y en otros la han perdido y se encuentran dedicados a otros menesteres de diversa naturaleza, como los culturales, casonas, fincas de recreo y edificios monumentales de otro carácter e igualmente históricos por su propia naturaleza y/o por la antigüedad que van atesorando.
Todos y cada uno de dichos monumentos (y no nos detendremos ahora en cada uno de ellos), ya sean (en su origen y en su estado presente) de carácter público, ya sean privados, civiles, laicos, religiosos, militares, han desempeñado un papel y han servido para representar, para reflejar desde su concepción y fábrica una ideología, un pensamiento, un espíritu, una voluntad.
Porque un edificio monumental no es sólo (ni principalmente) un conjunto de materiales ensamblados con (mayor o menor) arte y fortuna, con (mayor o menor) gusto y saber por los profesionales que lo concibieron y por los que se encargaron (no siempre fueron coincidentes) de poner dicha idea en pie, de “juntar” piedras hasta elevar muros y dar forma a dichos conceptos artísticos y arquitectónicos. Un edificio monumental es también el reflejo de una voluntad (individual, colectiva…), de una época, ciertamente, pero sobre todo es reflejo y fruto de un intelecto, de una ideología, de un espíritu, el mismo que lo impulsa desde la idea al plano, al plan y proyecto, y de allí a la materia, a la forma, al ser definitivo y concreto.
Toda obra es, por su propia condición, un bien material (hablando como estamos de monumentos pétreos, especialmente), pero al mismo tiempo y a la vez, toda obra es asimismo un bien inmaterial, al ser fruto y consecuencia de las ideas que la impulsaron y que viven en la propia obra, transformándose (o mermando, en su caso) con el monumento a lo largo del tiempo de vida del mismo.
El casco histórico portorrealeño (el entorno del centro histórico) presenta un conjunto de estilos, de formas, de ideas y perspectivas, plasmadas todas en forma de islas, incluso de archipiélagos (decíamos), monumentales, que en algún caso desde hace medio milenio (caso de la Prioral de San Sebastián, cuyas estructuras más antiguas superan, de pleno, el medio milenio de antigüedad, sin olvidar el Horno Romano de El Gallinero, cuyas estructuras nos contemplan desde los dos mil años de su antigüedad) se vienen asomando a la orilla de nuestra Bahía.
Desde las centurias medievales nuestros monumentos más antiguos se abrazan con los que les han sucedido en el tiempo (y han sobrevivido a la caricia de los siglos), en un baile secular que muestra nítidamente las claves de una sociedad estamental, anterior a la revolución industrial, cuyas raíces se adentraban profundamente en un horizonte cultural en el que la base agraria de la riqueza era al mismo tiempo raíz y base del ordenamiento social, de la referida sociedad estamental que gestó y parió la mayor parte de nuestros edificios monumentales.
Hablamos, así pues, de cómo nuestros monumentos (no los monumentos considerados en abstracto, sino los nuestros, los edificios históricos de Puerto Real) son un reflejo -generalmente- pétreo (artístico, estético, pero también icónico, intelectual) de una determinada y concreta forma de pensar, de una determinada manera de concebir el mundo, de una determinada ideología, de una determinada moral colectiva.
No son, pues, nuestros monumentos arquitectónicos (como no lo es la misma trama urbana de la ciudad histórica, esa trama en damero que constituye un valor en sí misma y una de las señas de identidad mayores de nuestro Patrimonio Histórico local) unos simples elementos abstractos (y que puedan o deban ser considerados como tales, más allá de lo material), sino la manifestación de una cosmovisión concreta, de una moral (entendida esencialmente como mos maiorum, como “costumbre de los antepasados”, en un sentido latino, romano) concreta, de la forma de pensar el mundo de las personas que los edificaron, de la sociedad que los construyó, de los seres humanos que los pensaron, los concibieron, los planificaron y los levantaron, hace siglos, queriendo apuntalar con ellos un mundo, el mundo que los vio nacer.
Conviene, de vez en cuando, detenernos siquiera sea un momento, y alzar la cabeza del suelo, levantar la vista del elemento concreto, para mirar hacia adelante y en derredor, de modo que podamos, aunque sea alguna vez, considerar el conjunto de las cosas, y no el caso particular y [falsamente] aislado, y decimos falsamente porque no hay nada aislado en la creación humana, en las sociedades humanas, en la Historia de la Humanidad. Y nuestros monumentos no son una excepción.
Como venimos señalando, la imagen de una ciudad (la imagen que proyecta una ciudad hacia el exterior, así como la imagen, el concepto, la idea, que una ciudad, entendida como el conjunto de sus ciudadanos, tiene de sí misma) tiene absolutamente todo que ver con su Historia, con su presente (espejo de sus virtudes y defectos) y su pasado.
Así, la imagen que una ciudad proyecta y el concepto que tiene de sí misma (esto es, la forma en que una ciudad se presenta hacia el exterior y la forma como se concibe a sí misma) guarda una íntima relación con el modo que tienen los habitantes de dicha ciudad de concebirse, de comprenderse, de explicarse a sí mismos como una comunidad en el tiempo y el espacio, y con la manera que tiene dicha comunidad humana (dicha civitas) de entender a la ciudad (igualmente, la civitas) en el tiempo y el espacio.
No se trata de querer o no querer ser redundante, sino del hecho cierto de que la realidad de una ciudad (sea desde una perspectiva diacrónica o sincrónica, esto es, ya se trate de considerar la evolución de la misma en el tiempo o de atender a un momento concreto de su historia) depende en buena medida de sus ciudadanos, de la evolución y el devenir de esa comunidad a lo largo del tiempo, lo que no excluye circunstancias, cuestiones regulares, ni a los gestores de dicha comunidad, ya sean miembros de la misma en un sistema democrático contemporáneo o rectores de la civitas en el contexto de un sistema social como el del Antiguo Régimen, por citar dos modelos que no son los únicos que han sucedido en el tiempo y en el espacio europeos.
Esto es algo a lo que no se sustrae, como es natural, Puerto Real, y es algo, además, que no excluye en absoluto el papel desempeñado por los avatares sobrevenidos, los accidentes históricos, las situaciones puntuales, siendo algo también, en fin de cuentas, que tiene mucho que ver (no puede ser de otro modo) con las múltiples cuestiones de naturaleza estructural y de diversa índole (geográficas, históricas, económicas, sociales, culturales, tradicionales, incluso climáticas) que se conjugan a la hora de ayudar a narrar el discurso histórico de una determinada comunidad, de una determinada civitas, de una determinada ciudad, y a todo ello no es ajena, tampoco (no puede serlo en modo alguno), la historia particular de la Real Villa.
Las piedras (dicho en un sentido metafórico), los monumentos, los jalones patrimoniales de naturaleza cultural e histórica que dan forma a los perfiles de la silueta de una determinada civitas, de una ciudad dada, por ejemplo, Puerto Real, no son un accidente en la historia de esa ciudad, sino el reflejo (siempre mermado, pues el tiempo no perdona) de las señas de identidad, de algunas de las señas de identidad de esa ciudad a lo largo del tiempo.
Esas “piedras” (los monumentos) son, dicho de otro modo, un reflejo en el espacio, del devenir de la ciudad en el tiempo. Y son de todos, porque pertenecen al acervo cultural de la comunidad (sobre este término, el de “acervo”, dice la RAE: “Del lat. Acervus, montón”; y tomamos ahora los dos primeros significados que nos ofrece: 1.m. Conjunto de valores o bienes culturales acumulados por tradición o herencia. 2.m. Haber que pertenece en común a varias personas, sean socios, coherederos, acreedores, etc.).
De cara a la mejor comprensión integral de la realidad de una ciudad, ya sea por parte de los visitantes ajenos a la misma, ya sea por parte de los propios integrantes de la comunidad estable de la propia ciudad (una comunidad integrada por nativos como por residentes permanentes o por personal en tránsito pero asentado durante el suficiente tiempo -sea esta noción de “suficiente” la que sea, desde una perspectiva emocional, relacionada con los horizontes sentimentales de esa comunidad- como para sentirse adscritos a la misma, integrados en la misma), es tarea imprescindible la divulgación, en todos los sentidos y en todos los terrenos, de los valores positivos de esa misma ciudad, de esa misma civitas, una tarea a la que no es en absoluto ajeno el campo de la Historia y del Patrimonio Cultural (en todas sus diferentes facetas, como la monumental, la histórica, la arqueológica, la artística, la inmaterial…).
Venimos a lo largo de estos párrafos abundando en la necesidad de la divulgación histórica, en la total y absoluta (por no decir perentoria) necesidad de trabajar en el campo de la difusión de los valores de nuestra Historia y nuestro Patrimonio Histórico (en general, de nuestro Patrimonio Cultural en un sentido lato, horizontal, extenso), algo en lo que esta serie viene incidiendo desde hace ya casi cinco años, dicho sea de paso.
La extensión del conocimiento sobre nuestra Historia y nuestro Patrimonio Cultural en el conjunto del cuerpo social es una responsabilidad del historiador, del especialista, que no sólo debe consagrarse a la investigación si quiere que la disciplina (y con ella el conocimiento) avance, sino que ha de esforzarse en la divulgación del conocimiento como medio de sensibilización de la ciudadanía en relación con la propia Historia (o la Historia ajena), y en relación asimismo con los elementos de su bagaje cultural, de su Patrimonio (Histórico, Artístico, Monumental Arqueológico, Etnográfico, Gastronómico, Enológico, Musical, Inmaterial -y nótense las mayúsculas que empleamos en este caso).
En este mismo sentido, en el de abundar en la difusión y la divulgación de los valores positivos que alberga en sí mismo y que es capaz de transmitir el Patrimonio Cultural, Histórico, incide, por ejemplo (nada más y nada menos), la UNESCO (UNESCO: Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura -en inglés, United Nations Educational, Scientific and Cultural Organization, abreviado internacionalmente como UNESCO), cuando toma y desarrolla la iniciativa de institucionalizar una celebración como la del “Día Internacional de los Monumentos y Sitios”, a partir de una propuesta que realiza el 18 de abril de 1982 (y de ahí la explicación para la fecha de la conmemoración) el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (mejor conocido por sus siglas, ICOMOS) ante la propia UNESCO, una propuesta que fue definitiva y finalmente aprobada por la Asamblea General de la misma UNESCO el siguiente año, 1983, dando forma de este modo a la referida celebración desde hace, así pues, más de treinta años.
Ello daría finalmente como resultado el desarrollo y extensión de la institucionalización del “Día Internacional de los Monumentos y los Sitios”, como hemos señalado, celebrado cada 18 de abril, en torno al cual se ponen en marcha múltiples actividades propias de la labor de divulgación cultural, patrimonial e histórica, unas actividades tales como conferencias, seminarios, exposiciones, talleres o visitas a los monumentos y los sitios patrimoniales e históricos, entre otras.
La intención y finalidad de esta iniciativa es la de ayudar a auspiciar entre la ciudadanía la toma de conciencia acerca de los valores positivos del Patrimonio Cultural de la Humanidad, sobre su potencialidad y sobre su papel como un valor en sí mismo de cara a la construcción de las sociedades desde una perspectiva democrática, sin obviar las cuestiones relativas a la vulnerabilidad y la sostenibilidad del propio Patrimonio Cultural, e incidiendo del mismo modo en la imperiosa necesidad de su protección y de su conservación para el disfrute de las generaciones presentes y de las futuras, así como -e igualmente- haciendo igualmente hincapié en todo lo relacionado con otros aspectos del Patrimonio y del trabajo sobre el mismo, como todo lo que tiene que ver -por ejemplo- con la investigación y, en lo que nos ocupa en estas líneas de manera más central, con la divulgación del mismo y sus valores en el contexto del cuerpo social.
Acercar al público a los monumentos, construir un binomio ciudadanía-monumentos, dar respuesta a las inquietudes del público general, es una labor ardua, lenta, difícil, pero irrenunciable. A ello venimos dedicando buena parte de nuestro esfuerzo desde hace años, desde hace muchos años (una veintena, que no es poco), y en ello seguiremos pues creemos firmemente que es un deber del historiador trabajar en pro de la difusión del conocimiento en el cuerpo general de la Sociedad.
El conocimiento de las cosas es fundamental para la comprensión de las mismas; dicho de otro modo, y parafraseando al Hiponense, sólo se ama lo que se conoce; Agustín, obispo de Hipona, llevaba razón cuando hace más de 1500 años lo explicó de ese modo, y su aserto, teológico, puede ser aplicado al Patrimonio Histórico y Cultural como a cualquier otra cosa. Sólo la extensión del Conocimiento, la Educación y la Cultura (nótense las mayúsculas) nos harán mejores y permitirán que nuestro legado cultural pueda resistir mejor el paso del tiempo.
Esto son palabras mayores. Y en ello estamos. Pro bene commune.