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sábado, 15 febrero, 2025
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Historia de Puerto Real: Reflexiones sobre identidad y Patrimonio (IV)

En más de una ocasión hemos señalado -de diferentes formas y en distintos contextos- que la imagen que presenta una ciudad tiene todo que ver con su propia Historia, esto es, no sólo con su presente (en buena medida espejo de sus posibles virtudes y defectos) sino también e inevitablemente con su pasado. La realidad de una ciudad tiene todo que ver con la forma que tienen los habitantes de dicha ciudad de concebirse a sí mismos como una comunidad en el tiempo y el espacio (una civitas, empleando el término latino), con su idea de sí misma como comunidad y con la manera que tiene dicha comunidad humana (dicha civitas) de entender a la ciudad (igualmente la civitas, término que se refiere tanto a la comunidad humana en sí, propiamente dicha, como al espacio urbano que dicha comunidad habita y construye) en el tiempo y el espacio.

Las piedras que dan forma a los perfiles de la silueta histórica de una ciudad, silentes, nos hablan de tiempos monumentales, acaso de glorias pasadas y ya ajadas, de épocas quizá esplendentes y de esperanzas por venir. Por todo ello no es de recibo pasar por alto -y menos aún olvidar- que esas mismas piedras son el reflejo material, físico, sólido, estable y perdurable del espíritu que un día las reunió dándoles forma vertical y horizontal incluso, quizá, para pasmo de los coetáneos y, siempre, para admiración de quienes habrían de venir y sucederles en el tiempo.

La voluntad, el afán de pervivencia, la necesidad (como si tal existiera, como si nunca hubiera existido, o dejado de existir dicha necesidad…) de mostrar, de demostrar, de hacer palpable y manifiesto la riqueza, la prosperidad, el poder… Acaso la vanidad, manifestada de mil formas (y cantada ya por ejemplo en el Eclesiastés, por ejemplo), encuentra (siempre consigue hacerlo) en la ostentación de las formas un modo natural (por así decirlo) de expresión…

Y esa voluntad de plasmación, también, de la identidad cultural acaso a través de la ostentación del estatus de las élites (económicas, sociales, políticas…) encuentra en la piedra (en la edificación de elementos simbólicos representativos de dicho estatus, en la construcción de monumentos entregados a la posteridad) uno de sus más clásicos y directos mecanismos de manifestación…, si no el mejor (por práctico y plástico) de todos.

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Iglesia de San Sebastián, en 1966
Iglesia de San Sebastián, en 1966

El arte, la obra artística, el monumento (acaso más estrechamente el pétreo), ha estado desde antiguo ligado al Poder. No queremos entrar aquí y ahora en discursos largos y (necesariamente) complejos sobre orígenes, razones, pervivencias, motivos y derivadas de dicha cuestión… Nos quedaremos con la idea de que el monumento (religioso, civil, poliorcético…) ha estado desde siempre ligado íntimamente al poder, a la jerarquía, a la oligarquía capaz de financiarlo y deseosa de utilizarlo como instrumento de manifestación de su capacidad, de su estatus, de su posición en la cúspide de la escala social.

Ya se trate del Estado (el que sea), de la Iglesia (la que sea, igualmente) o de la oligarquía (una vez más: la que sea, y de la época que sea), la piedra (por así decirlo) ha estado siempre al servicio del poder, y ha servido para poner de manifiesto y reflejar el orden social, la estructura del cuerpo social, la jerarquización de las sociedades complejas (desde los inicios de la acumulación de excedentes, desde [o casi] el origen de la agricultura, y con ello de las sociedades complejas de base territorial y de los estados tal y como los conocemos.

En Puerto Real, como sabemos (y como basta comprobar con un paseo por su casco histórico, o, más por extenso, por su término municipal, tan rico en Patrimonio Histórico) podremos encontrar casas-palacio, torres miradores, restos de baluartes y estructuras defensivas de épocas pretéritas, instalaciones históricas dedicadas a la construcción naval… Unas estructuras de mayor o menor entidad y envergadura y erigidas en diferentes siglos, desde los baluartes de la zona de Tres Caminos -alzados contra el invasor napoleónico- a la Torre del Berroquejo, históricamente en término portorrealeño, erigida para controlar un espacio medieval sujeto a los avatares de la frontera -la misma que viene a completar el nombre de tantas localidades de la actual provincia de Cádiz, como Arcos, Chiclana o Jerez- desde allá por los siglos XIII y XIV). Hablamos también, por ejemplo, de edificios religiosos (iglesias, conventos…) que en algunos casos conservan su función original y en otros la han perdido y se encuentran dedicados a otros menesteres de diversa naturaleza, como los culturales; también hablamos de casas palacio, de grandes casonas del casco histórico, de fincas de recreo y de edificios monumentales de diverso carácter e igualmente históricos por su propia naturaleza y/o por la antigüedad que van atesorando.

Interior de la Iglesia Prioral de San Sebastián.
Interior de la Iglesia Prioral de San Sebastián.

Todos y cada uno de dichos monumentos (no nos detendremos ahora en el pormenor de cada uno de ellos), ya sean (en su origen y en su estado presente) de carácter público, ya sean privados, civiles, laicos, religiosos, militares, industriales, han desempeñado un papel en nuestro pasado (y lo siguen desempeñando en el momento presente, acaso distinto del original) y han servido para representar, para reflejar desde su concepción y su fábrica, su construcción, una ideología, un pensamiento, un espíritu, una voluntad, un horizonte ético y estético que ha quedado cristalizado en su ADN pétreo.

Un edificio monumental no es ni sola ni principalmente un conjunto de materiales ensamblados con mayor o menor arte y fortuna, con mayor o menor gusto y saber por los profesionales que lo concibieron y por los que se encargaron (no siempre fueron personas coincidentes) de poner dicha idea en pie, de “juntar” las piedras hasta elevar muros y dar forma vertical y horizontal a dichos conceptos artísticos y arquitectónicos: un edificio monumental es también el reflejo de una voluntad (individual, colectiva…), es reflejo de una época (la que lo vio nacer), ciertamente, pero sobre todo es reflejo y fruto de un intelecto, de una ideología, de un espíritu, el mismo que lo impulsa desde la idea al plano, al plan y proyecto, y de allí a la materia, a la forma, al ser definitivo y concreto.

Iglesia de la Victoria. (Foto: Óscar Requejo)
Iglesia de la Victoria. (Foto: Óscar Requejo)

Toda obra es -y hablamos ahora de elementos monumentales de carácter inmueble, de edificios- por su propia naturaleza y su propia condición, un bien material (hablando como estamos de monumentos pétreos, más especialmente aún), pero al mismo tiempo y a la misma vez, toda obra material es asimismo un bien inmaterial al ser fruto, refljo y consecuencia de las ideas que la impulsaron y que viven en la propia obra, transformándose (o mermando, en su caso) con el monumento a lo largo del tiempo de vida del mismo.

El casco histórico portorrealeño (el entorno del centro histórico, en esencia) presenta un conjunto de elementos, de estilos, de formas, de ideas y perspectivas, plasmadas todas en forma de (por así decirlo) “islas”, incluso de “archipiélagos” (por seguir con la misma analogía) monumentales que en algún caso desde hace medio milenio (caso de la Prioral de San Sebastián, cuyas estructuras más antiguas superan, de pleno, el medio milenio de antigüedad, sin olvidar el Horno Romano de El Gallinero, cuyas estructuras nos contemplan desde los dos mil años de su antigüedad) se vienen asomando a la orilla de nuestra Bahía desde las calles del casco histórico de nuestra Real Villa.

Y a todo ello volveremos a acercarnos en los párrafos del próximo artículo de esta cabecera.

Manuel Parodi
Manuel Parodi
Doctor Europeo en Historia, arqueólogo. Gestor y analista cultural. Gestor de Patrimonio. Consultor cultural.

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