Puerto Real es –históricamente- una ciudad inclusiva, incluyente, un espacio en el que han convivido desde la misma Fundación por los Reyes Católicos a finales del siglo XV (en 1483, de lo que se cumple en este año el 535 aniversario, como hemos tenido de considerar con antelación) personas de muy diferente origen, de muy diversa procedencia, personas con unos perfiles culturales muy distintos (e incluso distantes) entre sí, y que crearon un marco de convivencia integrado, un cuerpo social, el portorrealeño, que se ha caracterizado a lo largo de la Historia por el equilibrio entre quienes lo han conformado a lo largo del tiempo.
La paz social, la armonía en el seno de la masa ciudadana portorrealeña, ha sido una de las señas de identidad de una localidad que se ha caracterizado, como señalamos, por ser el centro receptor de una inmigración laboral si no masiva sí harto significativa a lo largo de su Historia.
La misma Fundación de la Real Villa se produciría a partir de un aporte poblacional de diverso origen, y las propias características económicas de este rincón singular de la Bahía de Cádiz harían de Puerto Real un foco de atracción para población externa durante la mayor parte de nuestra Historia.
El actual término municipal de Puerto Real (en especial en lo que atañe a su franja costera) está vinculado desde la Antigüedad a la economía del mar: por ceñirnos a la época romana, de ello rinden testimonio los alfares de producción de material cerámico (las “figlinae”), como la de “El Gallinero” (siglo I d.C.) o las existentes en el complejo del Puente Melchor (siglos I-V d.C.), unas producciones cerámicas (con sus contenidos, como el reputado garum, en sus distintas variantes, en sí mismo un producto fruto de la economía del mar) que tenían en el medio marino su gran mecanismo de transporte y distribución, de modo que a las actividades extractivas (la pesca) se unían las de transformación (como muestran las propias “figlinae” a las que hacemos referencia).
De hecho esta realidad continuaría ya con Puerto Real como tal entidad administrativa desde sus mismos orígenes, a fines de la Edad Media, con la economía del mar como uno de los pilares de la existencia de la Villa (lo cual encuentra un paralelo en los precedentes históricos como hemos señalado supra); de este modo, el espacio de la nueva puebla castellana tardomedieval viene a ser un entorno directamente vinculado con la mar desde su origen histórico como Villa de Realengo (en 1483), algo de lo que hemos tenido ocasión de hablar en artículos precedentes de esta misma serie.
El mar como fuente nutricia directa, el mar como elemento de sustento de la economía de producción y transformación, el mar como elemento vital para el comercio y los intercambios a corta y larga distancia, el mar y la geoestrategia política y militar de los poderes estatales superiores (desde la mismísima Roma hasta España pasando por las entidades estatales de época andalusí y la Corona de Castilla…, sin exageración), el mar, en fin, se encuentra en la base de la misma existencia del poblamiento en el actual término municipal portorrealeño antes y después de la Fundación de la Real Villa hace ahora justamente 535 años.
Ya en época romana, en el siglo I a.C. sabemos que nada menos que Julio César pediría a uno de sus más estrechos colaboradores, Balbo el Mayor (insigne gaditano de origen púnico -por abreviar) que se ocupase de suministrarle naves construidas en la Bahía de Cádiz para las campañas militares cesarianas dentro y fuera del contexto de la Península Ibérica.
César sabía bien de la experiencia de los constructores de barcos de la Bahía gaditana (gadirita por entonces, podría decirse), especialmente gracias a la tradición náutica fenicio-gaditana, y también especialmente en lo que se refiere a las necesidades de la navegación oceánica, algo en lo que los feno-púnicos gadiritas eran sensiblemente superiores a los romanos (como bien sabían estos últimos, y como muy bien sabía el propio Julio César); no es de descartar que entre los lugares de la Bahía gaditana donde Balbo se procurase barcos para César se encontrase el entorno litoral del actual término municipal de Puerto Real, un marco verdaderamente privilegiado en el seno de la Bahía de Cádiz (o de Gades, por ese entonces).
Y esta tradición de construcción naval habría seguido teniendo en nuestro contexto local un enorme predicamento, como sería de esperar por ejemplo en tiempos medievales cuando el litoral actualmente portorrealeño sería el ámbito costero del gran realengo jerezano, que tendría en pagos hoy intrínsecamente pertenecientes a Puerto Real como los de La Matagorda, La Cabezuela, El Trocadero o La Argamasilla su salida al mar y su costa en el seno de la Bahía de Cádiz.
Pagos portorrealeños, así pues, como los de La Matagorda o El Trocadero, o La Cabezuela, que aún hoy se encuentran íntimamente relacionados con la Historia marítima de la Real Villa desde antiguo, ya formaban parte del horizonte de la economía del mar de la Bahía y del realengo al que pertenecieron con anterioridad a 1483, el de Jerez de la Frontera.
De este modo, La Cabezuela, por ejemplo, ha tenido una vocación de espacio de interacción entre los ámbitos marino y terrestre desde antiguo, como es el caso asimismo del pago de El Trocadero, que en época moderna ya albergaba instalaciones navales como los diques de carena en los que se reparaban los barcos de la Carrera de Indias, al tiempo que sabemos que Puerto Real es un espacio en el que ya desde principios del siglo XVII, al menos, la construcción naval gozaba de un espacio preeminente en la economía local, en una localidad claramente volcada hacia el medio marino y fuertemente vinculada con las actividades de la economía del mar, tanto en lo que se refiere al comercio (de ultramar, como prueba la ágil colonia de comerciantes y cónsules de potencias extranjeras que en el siglo XVIII vivían en la Villa y desarrollaban desde la misma sus actividades comerciales al calor del Imperio de Ultramar y la economía oceánica) como en lo que tiene que ver con la construcción naval de envergadura.
Y otro tanto sucedería, al menos desde el siglo XVIII con otro pago por entonces portorrealeño (y que sólo dejaría de serlo bien entrado el siglo XX, en 1925, cuando la dictadura de Primo de Rivera enajenó ese trozo de nuestro término municipal en beneficio de la vecina localidad de San Fernando), el de La Carraca, también muy estrechamente vinculado con la economía del mar, con las Reales Armadas y con la geoestrategia de la Monarquía Hispanica y su Imperio de Ultramar.
Pues bien, al calor de la riqueza que procuraba a Puerto Real la economía del mar la Villa habría de convertirse en un espacio cosmopolita, un foco de atracción para personas de las más dispares procedencias, llegadas a la localidad desde dentro y fuera de la geografía de la Corona de España, especialmente durante el siglo XVIII cuando la Real Villa llegaría a un cénit poblacional que no habría de retomarse ya hasta el pasado siglo XX.
Todo portorrealeño sabe de qué hablamos cuando hablamos del Dique. Cuando en Puerto Real se habla de los astilleros, de la construcción naval, en líneas generales (y sin demérito de otras instalaciones de esta naturaleza, como las del actual término municipal de San Fernando, o las de la también vecina ciudad de Cádiz), se habla de “el Dique”, o de “Matagorda”, sencillamente.
He crecido con esa referencia, por ejemplo, simple, llana y directa, a Matagorda, o al Dique, como parte de mi paisaje emotivo, pues en el Dique trabajaban mi abuelo, mi padre, mis tíos, la mayor parte de mis primos, y los padres de la mayoría de mis amigos de la infancia; “Matagorda”, “el Dique”, el astillero, forma parte, y de ello hace ahora 140 años, de la geografía sentimental de generaciones de portorrealeños, desde que en 1878 la Compañía de Correos y Vapores de Antonio López (el primer marqués de Comillas), luego Trasatlántica, abriese las instalaciones de ese espacio de construcción naval –heredero del vecino pago de El Trocadero- tras la construcción del primer dique, “el Dique” (cuya construcción se extendería entre 1872 y 1878), una realidad que marcaría los ritmos de la vida de Puerto Real desde esos entonces, multiplicando exponencialmente los efectos de la vinculación de la Villa con la economía marítima.
Trabajo cotidiano, sustento de miles de portorrealeños de la mano de ese monocultivo económico (y sus industrias auxiliares, que conformaban un horizonte integrado con el propio astillero), formación y educación orientada a la industria naval y el trabajo en dicho espacio económico para generaciones de varones portorrealeños desde el último cuarto del siglo XIX en adelante, durante más de un siglo, una cultura del trabajo, casi estajanovista, que ha caracterizado a los portorrealeños desde esos entonces, y una notable carga política de izquierdas en un contexto marcadamente proletario y fuertemente ideologizado, como era propio de un entorno de trabajo industrial, todo ello son realidades del ser portorrealeño estrecha y directamente vinculadas con los astilleros, con el astillero, con Matagorda (el viejo pago “de las Matas gordas”, que pasaría con el tiempo a “Matagorda”, quizá tras los efectos del tsunami de 1755…), con “el Dique”.
Y se cumplen 140 años -podría decirse- de un modo de ser, de una realidad que ha marcado no sólo los ritmos vitales de una ciudad, Puerto Real, sino también el carácter, el modo de ser y de estar en el mundo, de los portorrealeños, gente industriosa y trabajadora… Ciento cuarenta años del Dique, que se dice pronto. Puede escribirse mucho (y ciertamente se ha escrito) sobre Matagorda, sobre el Dique, sobre nuestros astilleros; en esta ocasión nos hemos tomado la licencia de hacerlo casi en clave sentimental, cosa que sé que comprenderán todos los lectores portorrealeños, todos aquellos que como quien suscribe (que nunca ha trabajado en los astilleros), tiene su corazón en el Dique, ese paisaje sentimental de mi infancia.