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jueves, 14 noviembre, 2024
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Historia de Puerto Real: De torres miradores en la Real Villa

Existe una ciudad en -y desde- las alturas, un paisaje (un mundo) de azoteas y de oteros que se nos revela, cuando tenemos la oportunidad de acceder a dicha geografía, como algo enteramente distinto a la ciudad desde el suelo, a la ciudad desde el viario urbano.

Una ciudad de cubiertas, tejados, azoteas, torres, estructuras superpuestas y adosadas, de paredes sobre paredes, de pajaretas (¿habrá palabra más portorrealeña que ésta…?), una ciudad abierta a sí misma y que se contempla desde sus propias alturas con los ojos siempre nuevos de un niño.

Las torres miradores representan y vienen a constituir uno de los jalones más característicos de nuestro paisaje cotidiano, de nuestro Patrimonio Monumental e Histórico. De hecho, la Historia de la Bahía de Cádiz encuentra en estas particulares construcciones uno de sus elementos más evocadores, cuya silueta nos habla de mares lejanos, de galeones, de tesoros perdidos y de piratas y corsarios de otros tiempos…

Y ello tiene que ver con el hecho de que acaso no pareciendo a nuestros antepasados bastante con las sencillas azoteas de sus casas para resguardar sus cabezas, decidieron levantar oteros para divisar mejor el mar y lo que por el mismo pudiera acercarse a este litoral de manera cómoda desde sus propias residencias, siguiendo un uso extendido por toda la Bahía, de modo que elevaron donde posible esos mencionados oteros para dotarse de miradores desde los cuales contemplar mejor los horizontes marinos.

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De esta manera fueron apareciendo las denominadas “torres miradores”, como de claras atalayas que vienen a coronar nuestras alturas, ubicadas en algunas de nuestras casas más antiguas, elevadas sobre los hombros de algunos de nuestros edificios históricos; jalonan con su presencia nuestro casco histórico y hacen palpable la vocación y los intereses marineros y comerciales de la Real Villa a lo largo de la Modernidad. Acaso no habremos de encontrar en nuestros casos las más grandes y decoradas torres gaditanas, sino más bien unos miradores más sencillos y en que los que prima especialmente la funcionalidad por sobre las cuestiones estéticas, lo cual en cualquier caso no los hace de menos, ni tampoco los lleva a entrar en conflicto con el buen gusto.

Los primeros miradores entre los conservados en nuestro paisaje habrían sido alzados en Puerto Real andando el ya tan lejano siglo XVIII, que vino a constituir una época de prosperidad y notable bonanza económica en la Bahía en general y en nuestra localidad en particular. Estos miradores se ubicaban en grandes casonas cuyos propietarios tenían la oportuna combinación de intereses y caudales necesarios para llevar a cabo tales iniciativas constructivas.

Antiguo borde litoral del Paseo Marítimo.
Antiguo borde litoral del Paseo Marítimo. / Foto: Manuel Villalpando.

Desde estas alturas los prósperos propietarios de la oligarquía comercial portorrealeña debían escudriñar muy atentamente las aguas de la Bahía gaditana esperando no sin cierta ansia (es de suponer) la llegada nuestro horizonte de las naves que desde el Nuevo Mundo arribaban hasta Cádiz llevando en su interior las mercancías en las que se cimentaba la riqueza de este grupo oligárquico, de núcleos familiares como el de los de la Rosa, condes de Vega Florida, asentados a caballo entre Puerto Real y Cádiz allá por el Setecientos.

En cualquier caso, en Puerto Real buena parte de estos miradores no responderían tan solamente a la original naturaleza y funcionalidad de los mismos, sino que se alzaban también como un símbolo de la riqueza económica así como del poder político y del estatus social local, aspectos ambos inherentes al primero, de los propietarios de la casa. Es por esto por lo que a lo largo del siglo XIX, e incluso casi en nuestros mismos días, tan lejos de los tiempos las flotas coloniales indianas, se han seguido levantando más y nuevos miradores (acorde a nuestros tiempos), como un elemento arquitectónico que se integra en los parámetros de la estética cotidiana de nuestro paisaje urbano, al tiempo que son remozados y aun recuperados los ya existentes.

El aspecto de las ciudades de la Bahía no sería el mismo sin la presencia intemporal de sus azoteas, sus torres y sus miradores en sus alturas. Desde esa atalaya de sus alturas aún siguen vigilando el horizonte acaso esperando la silueta de aquellos galeones que se fueron un día, de las fragatas que no habrán de tornar, de las flotas de tantos años. Una mirada al otro lado del Atlántico (y a nuestra Historia) bastaría para recordarnos, una vez más, lo poco que separa a Cádiz del Caribe.

Podemos distinguir en nuestra localidad dos tipos básicos, de miradores: los que presentan una planta rectangular y los que cuentan con planta cuadrada. Es posible señalar también que a frente a los diversos ejemplares conservados en la capital gaditana, ninguno de los conservados en Puerto Real cuenta con una garita; todos los ejemplares que existen hoy día se rematan con una terraza, que resulta accesible en algunos casos gracias a escaleras exteriores y en otros mediante accesos interiores localizados dentro de la misma estructura de las torres. El acceso a las citadas terrazas de los miradores podía llevarse asimismo a cabo con el concurso de escaleras verticales, de caracol, unos elementos que al mismo tiempo servían para economizar espacios. Estas terrazas superiores se rodeaban ya fuera de barandales de hierro, ya de pretiles de mampostería, con vistas a garantizar la lógica comodidad y aun la seguridad de los vecinos.

Iglesia, ahora Centro Cultural, de San José.
Iglesia, ahora Centro Cultural, de San José.

Una prueba no sólo del valor ornamental sino del papel de estos elementos de cara a las apariencias y el prestigio social de los propietarios de los edificios donde encontramos este tipo arquitectónico es la existencia de torres miradores dotados de merlones y almenas (en lo que se presenta como una clara reminiscencia estética medieval), como es el caso de uno existente en la calle Santo Domingo, o de algunos que parece quieren competir en altura con las torres de las iglesias portorrealeñas, como el situado en la calle Ancha, en la esquina con la calle San José.

Junto a la funcionalidad económica -literalmente hablando- y a su condición de exponentes netos de la riqueza, el nivel social y político, las aspiraciones y la prosperidad material de sus propietarios, los miradores podían ser alzados por el mero deleite de contar con un lugar verdaderamente privilegiado para poder contemplar el horizonte marino (y urbano). Además de las motivaciones estéticas (contándose entre éstas no sólo el adorno de la vivienda) se añadían también factores como el disfrute de la contemplación privilegiada del paisaje y el entorno –amén de la propia tradición edilicia de la zona- para facilitar la construcción de estos significativos elementos estéticos.

Cuando la condición social y el estatus de los propietarios de las casas se traduce en la manifiesta ostentación de lo que se posee, en el cuidado de las formas exteriores que marcha parejo al comportamiento social, en la exhibición de los bienes propios, las torres miradores llegan a convertirse en un elemento sustancial para mostrar de una manera convencional la riqueza y, con ella, la condición y preeminencia social que poseían los propietarios de los edificios.

Las viviendas particulares vienen a representar una clara manifestación de la condición económica de sus propietarios y los elementos más reseñables de las mismas, entre los que cuales y junto a las portadas y las fachadas en general destacan las torres (en su caso), se revelan como uno de los elementos que se pretende destacar para poner de manifiesto con su presencia el poder de quienes los alzaron -y los disfrutaron.

En cuanto a la evolución y a los usos y costumbres relacionados con este tipo edilicio, es de señalar que si bien en un principio fueron los hijos de la oligarquía gaditana quienes, por así decirlo, alzaron sus ojos por encima de sus vecinos para disponer de unas mejores perspectivas, las divisiones de la propiedad y el acceso de las “clases populares” (forma tradicional de denominar al proletariado y a los grupos económicamente menos favorecidos) a las casas del casco histórico en régimen de inquilinato, terminaron por transformar los usos de las torres, que de miradores pasaron a convertirse en “cuartillos”, tendederos y soberaos.

Cabe señalar que la conservación y protección de nuestro Patrimonio cultural, monumental, histórico y artístico ha dejado de constituir un discurso solamente legal y hasta cierto punto relativamente alejado de la sensibilidad de la ciudadanía; así, cabe esperar que el presente siga disfrutando de esos elementos arquitectónicos y el fututo pueda presentarse de un modo más esperanzador.

Manuel Parodi
Manuel Parodi
Doctor Europeo en Historia, arqueólogo. Gestor y analista cultural. Gestor de Patrimonio. Consultor cultural.

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