Nuestra memoria colectiva, y con ella nuestra identidad como conjunto, como cuerpo social, y como seres individuales, está formada por elementos diacrónicos (por sucesos y acontecimientos a lo largo de la Historia), que marcan la continuidad del devenir del tiempo así como por hitos sincrónicos -puntales de referencia intemporales- que no se repiten porque están siempre, porque son siempre, porque son permanentes y consustanciales a nuestra propia realidad como grupo.
Las fiestas, las celebraciones tradicionales, aun las conmemoraciones, que dan forma no sólo a un calendario, al calendario del año, sino que modelan los perfiles de nuestra propia identidad como Cultura y como cuerpo social, son un buen ejemplo de la concatenación de esos elementos diacrónicos que se desarrollan a lo largo del tiempo y que en el tiempo encuentran su continuidad y su esencia, así como su modo de relación con el grupo humano al que pertenecen y al que ayudan a conformar su misma identidad como tal grupo.
Nuestro día a día, nuestro tiempo cotidiano a lo largo del año está lleno de eventos, de festividades, de celebraciones, de conmemoraciones, de fechas plenas de significado para nosotros porque son nuestras, porque tanto a título particular (caso de las celebraciones familiares, privadas), como a título colectivo (caso de las fiestas señeras del año, de las celebraciones comunes al grupo), forman parte de nuestro paisaje cultural, del paisaje de nuestra memoria como individuos (y en buena medida también como cuerpo social, especialmente en el caso de las efemérides y festividades colectivas), dando cuerpo a lo que somos, dando forma a nuestra identidad: dichas celebraciones, puede decirse, son tanto un vehículo de expresión de la identidad como una suerte de conglomerante, de aglutinante, de “cemento”, que sirve para dar cuerpo a la identidad de un grupo, de una masa social, de una comunidad.
Junto a ello, existen asimismo referencias a las que en nuestra escala humana podemos tildar de intemporales, hitos referenciales que no dependen del tiempo (al menos no del tiempo en proporción de escala de una vida humana individual), unas referencias que tienen, por ejemplo, en los monumentos históricos acaso su plasmación material más llamativa, más efectiva, de más inmediatos alcance y comprensión.
De este modo y en este sentido, nuestro Patrimonio Monumental (que es una parte esencial de nuestro Patrimonio Histórico, de nuestro bagaje cultural como cuerpo social) viene a representar la parte del león (esto es, la parte fundamental) de ese conjunto de referencias diacrónicas, a las que hacíamos mención. Nuestros monumentos no sólo son parte integrante y significada del paisaje de nuestros campos y ciudades, sino que son parte indeleble de nuestra propia realidad, de lo que somos: sirven así mismo (como las festividades y celebraciones) como medio de expresión de la indentidad y como elemento “cementicio” (valga la expresión) para la misma.
Puede decirse que los monumentos (páginas pétreas de nuestro pasado, en el caso de los bienes monumentales inmuebles de una u otra naturaleza, carácter y cronología) dibujan el cuadro de nuestra Historia -y por tanto de nuestras raíces, de nuestra identidad- reflejando a la vez el paso del tiempo y la evolución de nuestras sociedades en ese ámbito cronológico (sin olvidar el geográfico, el físico) que tanto nos condiciona; son parte de lo que somos, como nosotros somos igualmente parte de su Historia.
Como hemos dicho alguna vez con antelación, si Napoleón Bonaparte pudo decir a sus soldados, en la campaña de Egipto, que desde lo alto de las pirámides les contemplaban 40 siglos de Historia, nosotros en Puerto Real, acaso con mayor modestia, podemos decir (construyendo un símil literario con las palabras atribuidas al Gran Corso) que desde las alturas de la iglesia Mayor Prioral de San Sebastián más de cinco siglos de Historia nos contemplan; en concreto nos contemplan, como portorrealeños, 538 años de Historia ininterrumpida desde la Fundación de la Real Villa de Puerto Real por los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, en Córdoba, el 18 de junio de 1483.
Son 538 años de una Historia que entre todos debemos ayudar no sólo a continuar, construyendo futuro para nuestra Real Villa, sino a divulgar; se trata, además, de un Patrimonio Histórico la difusión de cuyos valores debe ser una tarea común, una labor de todos, y cuya promoción y conservación no debe ser ajena a toda la ciudadanía, como sabemos que sienten, comprenden y tienen como leit motiv los vecinos de Puerto Real.
No nos cansaremos de insistir en que el Patrimonio Histórico no es en absoluto algo alejado de la vida cotidiana de los ciudadanos, del día a día de los habitantes de una ciudad: nuestra Historia y nuestro Patrimonio Cultural como expresión de la misma son parte integrante, y esencial, de nuestra realidad, y entre todos debemos seguir trabajando para que siga siéndolo; es un deber y una responsabilidad que nos liga a las generaciones venideras y nos obliga con ellas.
En diversos textos anteriores a éste (como el publicado la pasada semana en estas páginas virtuales de “Puerto Real Hoy”, sin ir más lejos) hemos abordado desde diferentes perspectivas las motivaciones y circunstancias de la Fundación de Puerto Real por la Monarquía Hispánica hace ahora 538 años.
En textos por venir de seguro encontraremos modo de abundar y profundizar en dichas razones y circunstancias, sin desatender a una realidad histórica (la que tiene que ver con el poblamiento en el actual territorio de Puerto Real) que trasciende y supera el contexto cronológico de la existencia de la Villa de Puerto Real como entidad administrativa con continuidad desde las postrimerías del siglo XV hasta el momento presente, bien entrado ya el siglo XXI.
Queríamos hoy dedicar unas líneas, mejor breves, a felicitar y felicitarnos por ese medio milenio largo de Historia que atesora ya Puerto Real, por esos 538 años de continuidad histórica, de identidad y de consciencia que nos acompañan como bagaje histórico y de carácter a todos los portorrealeños, a todos los vecinos de este rinconcito del Suroeste peninsular que desde hace más de 500 años se llama Puerto Real.