A la hora de profundizar en el mejor y mayor conocimiento del entorno que nos rodea, la observación directa de los fenómenos que en el mismo se desarrollan resulta fundamental. Esta aseveración, que puede parecer, a priori, de perogrullo, nos viene muy bien para el discurso que queríamos (y queremos) mantener a continuación. No se trata de ir aportando comentarios propios a estas páginas sobre la realidad del Puerto Real contemporáneo (algo que sin duda sería muy interesante para los ciudadanos del futuro, que podrían encontrar en dicha crónica una importantísima información para conocer de primera mano el estado y situación de la localidad en las postrimerías del ya extinto siglo XX y los primeros balbuceos del XXI -esto es, ahora mismo) sino de ir reflejando en estas líneas las impresiones, comentarios, opiniones, elogios, alabanzas, críticas y notas de muy diversa naturaleza que los siglos en su transcurrir han ido dejándonos sobre el territorio en el que nos desenvolvemos de manera habitual, Puerto Real, su término municipal y el marco en que se encuentra, la Bahía de Cádiz (en un segundo plano).
De este modo, acercándonos a las palabras de quienes escribieron sobre Puerto Real en otras épocas, mucho antes que nosotros, nos será posible no sólo aproximarnos al anecdotario y disfrutar del mismo, lo cual ya por sí solo es asimismo interesante e importante -relativamente- y puede ser muy gratificante, sino que nos será igualmente posible conocer -en algunos casos de primera mano- cómo era el suelo que pisamos, el paisaje que nos envuelve (y del cual somos parte) y la realidad habitual de aquellas personas que nos precedieron, que vivieron donde hoy lo hacemos nosotros y que formaron parte del engranaje del mundo (como hoy lo hacemos nosotros) para pasar a formar parte de la Historia tras su muerte, tras su desaparición física.
Pero, como reza el dicho, «de aquellos polvos vinieron estos lodos», y de ese modo, a quienes han dejado de estar, a quienes fueron y existieron hace cientos de años hemos de considerarlos nuestros antepasados, en tanto en cuanto sus vidas se desarrollaron donde hoy lo hacen las nuestras, y su sangre, de seguro, en mayor o menor proporción corre por nuestras venas. De esta misma forma, nosotros habremos de convertirnos en parte de la Historia y el pasado de quienes (esperemos) vendrán tras nuestros pasos.
En la anterior (y primera) entrega de esta serie sobre las noticias que nos han legado diversos autores a lo largo de los siglos sobre el territorio de la actual Villa de Puerto Real planteamos nuestro interés de ir paulatinamente abordando el papel que las tierras del territorium antiguo y contemporáneo de lo que hoy conocemos como «Puerto Real», la villa y su término, pudieron desempeñar en la realidad de su desenvolvimiento cotidiano desde hace dos mil años.
Entre los distintos autores de la Antigüedad grecorromana a los que venimos considerando en estos párrafos y en los de la anterior entrega, Rufo Festo Avieno (quien escribe en el siglo IV d.C., pero utiliza fuentes y referencias mucho más antiguas, hasta del siglo VI a.C.) en su obra de título Ora Maritima (y más exactamente en el verso 284 de la misma) cita el lago de las bocas del Baetis, el así llamado Lacus Ligustinus. Hemos de encontrar este lago en un marco que no sería otro -hoy día- sino el de la extensa superficie que abarca desde el actual Parque Nacional de Doñana, con un entorno extenso cuyos horizontes abarcan hasta la isla de Sancti Petri y Chiclana.
Se nos muestra una Bahía de Cádiz (de Gades, por hablar con mayor propiedad) mucho más amplia de lo que es hoy día, los restos de la cual se conservan en la nuestra así como en las marismas que la circundan, las marismas del Guadalete y del Guadalquivir, las marismas de Lebrija (la romana Nabrissa), de Trebujena (igualmente romana), de Sanlúcar de Barrameda (la ciudad del Luciferi Fanum, del templo del Lucero Vespertino, de Venus), de Chipiona (con su Turris Caepionis), de El Puerto de Santa María (el Portus Menesthei de las fuentes clásicas), de Jerez de la Frontera (donde Ceret/Ceri y Asta Regia se dieran la mano), y también las marismas y tierras de Puerto Real, en las que se encuentra la concentración de yacimientos romanos más importante (por calidad y cantidad, por peso específico en la romanidad y por duración de su arco cronológico) del Saco Meridional de la Bahía gaditana.
De este modo, en la alusión de Festo Avieno a ese «Lago Ligustino» de las bocas del Betis, lago tan cacareado y de tan repetido nombre desde la Antigüedad hasta nuestros días, y en las tierras que rodeaban dicho lago, siquiera parcialmente, por su mitad meridional podemos sin empacho ni lugar a dudas encontrar un claro vestigio de nuestro moderno término municipal (salvando las distancias de los cambios en el paisaje), que aparece recogido en la -si queremos- breve cita traída por nosotros ahora a colación de un texto redactado por uno de aquellos que tuvieron a nuestro paisaje en sus bocas, un viajero romano que se llamó Rufo Festo Avieno, y que falleció hace la friolera de mil setecientos y pico de años.
Un nativo de nuestra moderna provincia gaditana, de sus tierras del Estrecho y Campo de Gibraltar, Pomponio Mela (en su obra de título Corographia, y más exactamente en el Libro III, capítulo 4 de la misma) refiere la existencia del bosque Oleastrum en la tierra firme de la Bahía gaditana. Mela escribe ya en el siglo I d.C., y el término «Oleastro» no significa otra cosa sino «Acebuchal», «bosque de acebuches», esto es, de olivos silvestres. Podemos de este modo, merced a esta precisión hacernos una imagen de cómo sería el panorama de la tierra firme de la Bahía de Cádiz, ocupada por un bosque de olivos salvajes que habría incluso dado nombre a este pedazo de tierra andaluza. Este bosque parece que sigue el patrón y las características que debe tener un Lucus, es decir, un «bosque sagrado» (lugar de presencia directa de una u otra divinidad, de residencia -por así decirlo- de dicha divinidad) en la mitología y religión griegas: ocupa una superficie delimitada (el litoral interior de la Bahía), presta su nombre al mismo (Oleastrum) y se encuentra precisamente allá donde Gerión (mítico rey de cabezas múltiples) habría hecho pastar con gloria y fama sus bueyes hasta que Heracles se interpuso en su camino…, y terminó con su vida y su prosperidad, y precisamente por aquí cerca, quizá en nuestro mismo entorno…
Precisamente en su Chorographia (en III.47), Mela menciona una isla Erythia (aunque la sitúe de forma parcialmente errónea en Lusitania), isla que habría sido «mansión de Geryones«: esa isla (no lusitana sino tartessia o, todo lo más, turdetana) sería precisamente la Gades que tanto conocemos, sita frente al bosque «Oleastro», bosque de acebuches que, parcial o completamente, debía encontrarse en lo que es hoy día el moderno territorio de Puerto Real. Podemos además citar que hallaremos otra mención de la isla gaditana en Pomponio Mela en su repetidamente citada Corografía, en II.7.97, trozo del texto meliano en donde aparece citada la «isla de Gades«.
En el Libro III, capítulos 3-4, de la Corografía de Mela, como venimos insistiendo, se describe la costa del golfo de Cádiz y se menciona, junto al bosque Oleastro, nada más y nada menos que al Portus Gaditanum. Un tema bien conocido (aunque no siempre bien explicado) en nuestra breve historiografía local ha sido la identificación de este presunto enclave romano con el espacio físico de la moderna Villa. Soslayando viejas hipótesis desfasadas, sí podemos señalar el claro papel portuario de las instalaciones que habría apoyado a enclaves comerciales e industriales como «Puente Melchor», «Villanueva», «El Gallinero» y aún a hipotéticos (o no tan hipotéticos) fundi rurales existentes en el territorium antiguo del actual Puerto Real como (quizá) en la zona de Sacrana (el actual Barrio de Jarana): estos enclaves económicos y poblacionales romanos habrían contado con puntos de apoyo, con embarcaderos y puertos de reducidas dimensiones (paralelos de los cuales pueden ser contemplados aún hoy en los esteros y caños de la Bahía) desde los cuales podrían comunicarse entre sí y con la isla de Gades y, a través de ésta, con el resto del Imperio Romano.
Traíamos en los párrafos inmediatamente precedentes a colación las palabras de un «gaditano del Estrecho» de hace muchos siglos, Pomponio Mela, natural del Campo de Gibraltar, de la romana Tingentera, la Tingis Altera, literalmente, la «Otra Tánger», ciudad hermana de la Tingis-Tánger magrebí fundada por los emperadores romanos en esta orilla del Gaditanum Fretum, hoy mejor conocido como «Estrecho de Gibraltar».
Pomponio Mela escribe de un entorno que conoce bien (su propia tierra gaditana), describiendo diversos aspectos geográficos y físicos de la misma. Así, junto a lo que hemos ya avanzado de sus textos, cabe también señalar cómo en el libro segundo (capítulo 7, párrafo 97) de su Chorographia Mela hace mención de la isla de Gades (una mención más), y, lo que puede resultarnos más interesante, en el capítulo primero de su libro III este tingenterano habla del efecto de las mareas del Océano (Atlántico), y describe (aun indirectamente) cómo eran y son las mareas por aquí, sus efectos y sus características, las cuales estamos tan acostumbrados a percibir desde nuestro litoral, incluso desde nuestro costero casco urbano, pero que para un público mediterráneo como el de los itálicos del Imperio debían resultar harto excéntricas, ya que el efecto de la marea en el Mediterráneo (que junto con sus mares subsidiarios, como el Adriático, baña la península de Italia) es mínimo e imperceptible, de ahí que Mela insista en explicar a este público que podemos tildar de «profano en la materia» cómo y qué serían esas mareas a las que los romanos de Italia estaban tan poco acostumbrados.
Podemos, además, mencionar cómo en su libro III (capítulo 46) Mela habla del «brazo de Mar en Gades«, esto es (por la ubicación que le señala), el Caño de Sancti Petri: según la traducción clásica de García Bellido, el texto meliano dice: «…cerca del litoral que acabamos de costear en el ángulo de la Baetica se hallan muchas islas poco conocidas y hasta sin nombre; pero, entre ellas, la que no conviene olvidar es la de Gades, que confina con el Estrecho y se halla separada del continente por un pequeño brazo de mar semejante a un río (precisamente es García Bellido quien dice en su nota 149 que se trataría del actual caño de Sancti Petri). ¿Sancti Petri? ¿el río San Pedro?, en cualquier caso, uno de nuestros esteros, canales, caños y brazos de mar, hoy como hace dos mil años.
Amén de los citados textos de Pomponio Mela, y en relación con el tema que nos ocupa en esta presente serie, el autor de Tingentera se limita a señalar (siempre en la misma obra, su Corografía, Libro III, capítulo 5) la existencia de un «gran lago» en la desembocadura del Baetis, sin mencionar el nombre del mismo. Este «gran lago», el lago «Ligustino» (o «Ligur») habría abarcado en sus contornos una extensísima superficie de este ámbito suroccidental de la que sería la provincia Baetica.
Continuando con el repaso de las fuentes, otro estudioso antiguo, el geógrafo Claudio Ptolomeo, que escribe en el siglo II de nuestra Era (II.40.10) apunta, como Mela, la existencia del ya citado aquí bosque de olivos silvestres (el acebuchal u Oleastrum). Cayo Plinio Secundo (mejor conocido como «el Viejo», para diferenciarlo de otro autor clásico y sobrino suyo, del mismo nombre, Plinio, «el Joven») por su parte, además de hacer mención del bosque Oleastrum en su obra Naturalis Historia (Libro III, capítulo 15), al ubicar geográficamente la ciudad de Gades (N.H., III.7) especifica que la tierra firme frente a ella recibía el nombre de costa «Curense», de la cual hemos tenido modo de hablar con anterioridad, al tiempo que realiza una puntualización sobre su forma física (tildándola de litus Curense inflecto sinu, o lo que es lo mismo, «litoral Curense de curvado seno»), sin entrar en detalles de mayor profundidad acerca de la naturaleza de estas tierras y su relación con el mar.
Significativamente las particulares condiciones de estas costas gaditanas estudiadas también por el griego Estrabón (en el libro III de su Geografía) son descritas de forma muy similar por el romano Plinio Vetus, quien señala cómo en la Bética «…en unos sitios los mares van comiéndose a la larga las orillas, en otros es la tierra la que avanza sobre las aguas…» (Naturalis Historia, III.16); esta acción de las mareas haría posible penetrar con mayor profundidad en las tierras y mantener la navegabilidad en los caños de los que no se retirasen las aguas con la bajamar, algo que trae a la mente el paisaje de los caños y esteros de la Bahía de Cádiz en la actualidad, nuestro paisaje.
De esta red de caños y canales se aprovecharían precisamente (y como es de esperar) los naturales de la región (III.2.5) a la hora de establecer sus núcleos poblacionales. Igualmente habrían de servirse de estas vías acuáticas las instalaciones de puertos como el Gaditanum mencionado por Mela (III.4), el cual habría sido construido por Balbo el Menor en la «tierra firme frontera» frente a las islas gaditanas (III.5.3); de la vinculación entre los esteros y la navegación marítima dejan constancia las fuentes: estas instalaciones (el arsenal-puerto de Balbo) y no otras habrían sido las apremiadas por César en la Bahía gaditana para la construcción de naves para su servicio.
No debemos esperar en las fuentes un reflejo claro e «integral» de la realidad que pueda presentar un puente de unión ininterrumpido a lo largo de los siglos, y menos cuando se trata de la realidad geográfica, física, de unas tierras, de un paisaje. En este sentido ha de señalarse cómo el paisaje de la Bahía de Gadir–Gades-Cádiz es una realidad viva, compleja y cambiante que ha ido evolucionando en el tiempo. La información que nos proporcionan las fuentes antiguas debe complementarse con los descubrimientos arqueológicos, de forma que pueda de este modo alcanzarse un conocimiento integral de la realidad de nuestro entorno en el pasado.
Las imágenes cotidianas de aquellas personas, hombres y mujeres que vivieron en estas tierras, respiraron estos aires y se bañaron en estas aguas hace dos milenios debieron incluir un paisaje relativamente distinto del que hoy conocemos, aunque nos hallemos ante las mismas olas, las mismas mareas y las mismas arenas; lo que hoy es marisma, en parte no estaría emergida; lo que hoy es seco, en parte estaría sumergido. Las palabras de quienes conocieron y transitaron estas tierras en el pasado deben servir para que ese pasado llegue hasta nosotros hoy en día.
A pesar de que los textos clásicos por sí solos no puedan presentar una visión de conjunto completa al cien por cien de la realidad histórica y deban ser estudiados con el complemento indispensable de la Arqueología, es –creemos- imposible no emocionarse ante la voz de quienes vivieron, sintieron, hablaron y escribieron siglos antes de nosotros; leer las palabras de Estrabón, de Plinio, de Mela, es estar más vivo: siglos más vivo.