La religiosidad popular (y no sólo la cristiana) ha encontrado y desarrollado a lo largo de los siglos múltiples y muy diversas formas de expresión propias, unas formas que han evolucionado adaptándose a los posibles modos estéticos de cada época y lugar, desarrollando unas señas de identidad cuyas raíces se funden con las de los distintos pueblos y culturas que las han modelado; en los siguientes párrafos queremos centrar nuestra atención -y la del lector- en uno de esos vehículos de expresión de la religiosidad popular en el ámbito de los espacios públicos: las hornacinas de nuestras fachadas.
Los aspectos y perfiles públicos de la religiosidad popular gozan de un papel principal en lo que atañe a las manifestaciones de la fe, como pone en evidencia el hecho de que no es posible pensar en el calendario de un año cualquiera sin que en sus páginas figuren las fiestas del santoral, unas fiestas que forman parte de nuestra tradición (y nuestra realidad) cultural y de nuestro bagaje histórico, y que siguen marcando los ritmos y la cadencia de nuestro tempo vital (¿podemos imaginar qué sería de nosotros sin ese respiro que representan la Navidad o la Semana Santa, por ejemplo?), con independencia del credo o la confesión que cada ciudadano, en su caso, profese. Así, la fe trasciende del ámbito de lo privado y se adueña de lo público llegando a convertir en religioso el tiempo profano, o, cuando menos, a matizar con su originario tinte religioso un tiempo que aún no termina de ser enteramente profano, laico (cada domingo viene a recordarnos esta cuestión).
Del mismo modo existen igualmente manifestaciones públicas de la fe y la religiosidad que se hacen presentes de manera permanente en el devenir de nuestro día a día en la forma, como adelantábamos, de las hornacinas que se asoman a nuestras fachadas. Estos, por así llamarlos, balcones de lo sagrado, se asoman al viario portorrealeño (y no sólo al portorrealeño) desde no pocas de las fachadas del casco histórico de la Real Villa, situándose preferente pero no exclusivamente en el contexto de los cruces y las confluencias de algunas de nuestras calles.
Se trata de vanos en las fachadas de los edificios que contendrían -como aún hoy sucede en algunos casos- una imagen, un relieve, una cruz, un azulejo con motivos religiosos. No parecen caber dudas acerca de su finalidad: a la puramente estética (y en algunos casos epónima, ya que una de estas hornacinas puede llegar a dar nombre a la calle que la alberga) ha de añadirse la apotropaica (la protectora), de forma que se recurre al motivo religioso como protector de los vecinos del edificio, de la calle y de la localidad en general.
Amén de este uso religioso, las hornacinas cuentan con una funcionalidad práctica, ya que al encontrarse iluminadas (en función del elemento religioso que albergaban), venían a servir como puntos de luz para el viario público en horario nocturno, en unos momentos en los que no existía el alumbrado público (que, tras la caída de las estructuras estatales romanas no se recuperaría hasta siglos más tarde), no como lo conocemos nosotros; de este modo, estas lámparas de aceite, veleros, velas sueltas, que iluminaban ritualmente a los elementos de naturaleza religiosa dispuestos en las hornacinas, venían a la misma vez a servir como puntos de luz -más o menos funcionales- para el viario y el viandante, proporcionando algo de iluminación (y con ello, quizá de seguridad) para los caminantes.
En Puerto Real conservamos varios ejemplos de hornacinas en fachada que adornan algunas casas de nuestro casco histórico; entre éstos destaca claramente el espléndido ejemplar de la Cruz Verde (emplazado entre los números 21 y 23 de dicha calle); esta hornacina, es sabido, alberga una Cruz de color verde que da nombre tanto a la calle como al rincón en que se encuentra (el Rincón de la Cruz Verde, antiguo escenario de la quema de Juan y Juana, plazuela nunca bien definida o entendida como tal, espacio de múltiples manifestaciones ); cubierta por un ventanal con vidriera, protegida así de la intemperie, se adorna con jarrones provistos de flores. También en la misma calle de la Cruz Verde, y en su esquina con la Carretera Nueva, encontramos otra hornacina en el edificio que alberga la Residencia Virgen de Lourdes, una hornacina que contiene asimismo una Cruz de color verde (en clara alusión a la citada anteriormente) de menor porte que la primera.
La Cruz Verde, es de anotar, guarda relación con el Santo Oficio, la Inquisición: de este modo, la presencia de estos elementos (que han dado nombre a la calle), viene a reseñar la vinculación histórica de este espacio urbano, de esta calle y de la plazuela que señalábamos, con el Santo Oficio en nuestra localidad, como apuntase ya en su día el profesor Antonio Muro.
Otra de estas hornacinas, en la actualidad vacía, la encontramos en la Plaza de Blas Infante (más conocida como Plaza de la Cárcel, su nombre histórico), en la confluencia de las calles de la Plaza y Sagasta, también en la esquina de una notable casona barroca que hasta no hace mucho tiempo albergaba una típica tienda de montañés de las que tanto abundaban en tiempos pasados en la Villa (y en el contexto de la Bahía). En el eje entre la calle Nueva y la Plaza de Jesús encontraremos otra hornacina, también vacía en la actualidad, que destaca por la discreta elegancia de sus formas y que se ubica en otra casona barroca de nuestro casco urbano en su zona histórica.
Si las fiestas religiosas sacralizan el tiempo, sumergiéndonos en el tiempo sagrado, estos altares callejeros vienen a representar unos fragmentos de espacio sagrado inscritos en un contexto espacial, en general, laico y profano como es el viario urbano. Sucede con ellos como con otras tantas cosas, cuyo significado profundo nos pasa habitualmente inadvertido por lo cotidiano de su presencia.
Como hemos visto, no son pocos los ejemplares de hornacinas que se conservan en la actualidad en nuestras fachadas. En los párrafos precedentes de este artículo mencionábamos algunas como las que se encuentran en la calle Cruz Verde, en la Plaza de Blas Infante y en la esquina de la Plaza de Jesús y calle Nueva.
Queremos mencionar también la hornacina que se encuentra en la Plaza Madre Loreto, junto a la Iglesia de la Victoria (siglo XVII), que se muestra adornada por jarrones con flores -como en otros casos contemplados- y protegida por una puerta de forja y cristalera, contiene un azulejo de Nuestra Sra. de la Soledad, cotitular de la Cofradía cuyas imágenes reciben veneración en el referido templo. Asimismo podemos mencionar la hornacina situada en la calle Teresa de Calcuta (antes Carretera Nueva), en su unión con la calle Sagasta: de amplias formas barrocas, guarda un azulejo de la Patrona de la Villa, la Virgen de Lourdes.
Igualmente, en la calle de la Plaza, entre la Plaza Pedro Álvarez Hidalgo y la calle Concepción, encontramos un ejemplo de hornacina de reciente factura: sobre la portada de piedra del antiguo convento de los Franciscanos Descalzos (reubicada cerca de su original emplazamiento en la plaza de su nombre) y a modo de cubierta de ésta se abrió (al reubicar la portada del compás del antiguo convento de los Descalzos, hace ya unos años) un vano enmarcado por volutas de piedra ostionera; esta hornacina, de aire antiguo y factura moderna (repetimos el caso porque hay quien piensa que se trata de un elemento antiguo) se encuentra vacía desde su instalación.
Otro caso de hornacina de moderna construcción es el de la que encontramos en el contexto de la Plaza de Jesús y que alberga una imagen de forja de hierro de la Virgen del Rocío; cubierto, a modo de protección, por rejería de hierro, con fondo de azulejos blancos y adornado por jarrones con flores, también se localiza este balcón sagrado cerca de un cruce del viario, como es el de la Plaza de Jesús con la calle de la Soledad, continuando de este modo en la tradición de protección a los viandantes en que se insertan estos altares callejeros.
Especial mención merecen las tres hornacinas de la Caja del Agua (siglo XVIII), en el Parque del Porvenir, cada una de las cuales aloja un paño de azulejo trianero (igualmente dieciochescos), de los cuales, uno representa a San Sebastián (patrono de Puerto Real), otro a San Roque (copatrono de la localidad), y el tercero a Ntra. Sra. del Rosario (patrona de la Villa hasta la institución del patronazgo de la Virgen de Lourdes, a principios del siglo XX: de este modo en las hornacinas de la Casa del Agua se encuentran representados los que eran los patronos de la Real Villa cuando se edificó este monumento), azulejos de los que nos hemos ocupado en trabajos precedentes (y sobre los que volveremos más adelante).
También merece una consideración preferente la mayor (y quizá la más significativa) de las hornacinas de nuestro casco urbano: se trata de la que alberga el altar del Señor Chiquito (imagen del siglo XVIII), situada en la calle de la Palma, frente a la Plaza de la Iglesia (en un edificio moderno, de mediados del siglo XX, pero una ubicación paralela a la que históricamente le correspondía).
Como hemos podido contemplar, se trata de una serie de manifestaciones permanentes de lo sagrado en el ámbito público, unas manifestaciones que siguen conservando su carácter religioso en algunos casos pero que en otros han visto reducido su papel al meramente estético, al verse privado (la acción del tiempo, que todo lo erasa…) su espacio físico de contenido material de naturaleza religiosa.
Queremos sincera y esperanzadamente pensar que estas líneas podrán servir para que en nuestro cotidiano y tantas veces absorto, o distraído, o apresurado caminar por las calles del casco histórico de Puerto Real podamos reparar en esos retazos de espacio sagrado, en esas ventanas de sacralidad que, sin que ni siquiera nos percatemos, siguen velando por nosotros -como antaño- y contemplándonos desde las fachadas de algunos de nuestros edificios más antiguos.
Muchas gracias por tus amables palabras, estimado lector. Un cordialísimo saludo.
Mil gracias por este amable recorrido por las calles de nuestro pueblo. Poco sabemos en general de nuestro pasado, lecciones tal vez para el presente.