El catálogo de modelos del arte naval romano (por lo que se refiere a embarcaciones destinadas a surcar las aguas de los cursos interiores) no se circunscribe únicamente a los tipos mencionados; además de éstos conservamos representación o mención de otras embarcaciones que surcaban las aguas que los romanos conocieron. Entre las que deben ser objeto principal de nuestra atención, aquéllas que estaban dedicadas básicamente a la navegación fluvial y lacustre, podemos citar aún algunas (34).
La stlatta es un transporte comercial, una especie de chalana destinada a la navegación fluvial (35), de casco redondeado, fondo plano y medianas proporciones. Sus características físicas la harían muy apropiada para la navegación fluvial. Propulsada por remos, sería autosuficiente para remontar las corrientes adversas, por lo que dado su escaso calado, su movilidad e independencia respecto al remolque, tanto desde tierra mediante la sirga como desde otra embarcación cualquiera, la stlatta habría de resultar una embarcación harto eficaz para el transporte de mercancías y pasajeros. Según la representación de la stlatta del africano mosaico de Althiburus, ese verdadero muestrario y corolario de las realizaciones navales romanas (36), este tipo de nave podía servir además como transporte militar, tal y como sucediera con otros barcos, como las scaphae, que a sus usos de naturaleza civil podían, en caso de necesidad u oportunidad añadir una utilización de corte y naturaleza militar (37).
Otro ejemplo de embarcación fluvial lo constituye la placida, barca de reducidas dimensiones destinada, según su nombre parecería indicar, a un uso eminentemente lúdico, de recreo, en aguas interiores (38). De pronunciado espolón y elevada popa (para las proporciones generales de la barquilla), la placida se asemeja notablemente en sus formas a otro modelo de nave, la vegeiia. Sería ésta una embarcación movida a remos, como la placida, pero con capacidad quizá para un número superior de los mismos, lo que justificaría su fama de embarcación ligera y veloz (39). Tanto la stlatta como la placida y la vegeiia tendrían sus costados, sus amuras, reforzadas por un larguero o «… tablón horizontal que sobresale por la popa, la proa, o bien por los dos extremos» (40), de manera que su consistencia y solidez se vieran de este modo potenciada.
Cabe mencionar igualmente en el capítulo reservado a las naves de reducido tamaño a la scaphula, una suerte de «hermana menor» de la scapha. La scaphula serviría, además de para un indudable uso en los cursos fluviales y los lagos, como auxiliar de las embarcaciones mayores, como chalupa salvavidas que, dadas sus escasas proporciones, podía no sólo ser remolcada sino también izada a bordo del propio navío. Quizá como una scaphula más que como una scapha habría que entender el tipo de bote salvavidas que portaba la nave de San Pablo en su travesía hasta Roma, puesto que este pequeño esquife (no otra cosa significa el término de «scaphula») fue «…izado a bordo…» del barco principal, según el texto sagrado (41), como sería propio de las scaphulae (mientras otros modelos de embarcaciones auxiliares serían arrastrados por los barcos principales, las scaphulae serían transportadas a bordo de los mismos).
Otras embarcaciones fluviales también presentes en el mosaico de Althiburus (42) y destinadas a la navegación interior son la claudiuata, el catascopiscus, el myoparo o la prosumia (43), todas ellas provistas de velas y remos, lo que hace presumir que no necesitarían contar con un arrastre auxiliar, ni por el método de la sirga, ni por otras embarcaciones, a la hora de maniobrar en las instalaciones portuarias y para remontar los ríos (merced a la autonomía que les proporcionarían sus remos).
Naves igualmente representadas en el mosaico de Althiburus son las tesserariae, de la que se representan dos modelos con la misma denominación, la celes, el musculus, el cydarium, la horeia, la celox, la celsa, o el paro y la aperta (la representación de estas dos últimas está profundamente mutilada, hasta el punto que de la aperta sólo se ha conservado la proa junto con el nombre). En todos estos casos se trata de embarcaciones muy similares entre sí (44), todas movidas principalmente por tracción humana (es decir, a remo), y todas, excepción hecha de algún caso concreto, como el paro, de dimensiones más que discretas. Un último ejemplar es el llamado hippago, nave de altas proa y popa que aparece representada con tres caballos a bordo (de ahí su nombre: nos encontramos ante un transporte de caballos) y con tres remos: es una nave de mayor desplazamiento, destinada a transportar animales vivos, y que por ello necesitaría un número mayor de remos y remeros.
Se trata en todos los tipos contemplados de embarcaciones que tendrían su lugar de evolución y desenvolvimiento natural en los medios acuáticos interiores, ríos, lagos, esteros, estuarios, lagunas, marismas, y servirían como vehículos de comunicación y para transportar personas y enseres a lo largo y ancho de las arterias interiores de la Romanidad. En cualquier caso, y con independencia de su catalogación dentro de un tipo más o menos delimitado (que responda en mayor o menor medida a un parecido con la representación conservada de estas naves en algún mosaico africano), hemos de coincidir con M. Eckoldt en que las embarcaciones que realmente supusieron el cuerpo central de la comunicación en la mayor parte del entramado de las vías acuáticas interiores romanas debían tener unas dimensiones reducidas, para mejor adaptarse así a las características de las vías que debían afrontar. Podremos imaginar de este modo lo que es concebible como un verdadero enjambre de barcas desenvolviéndose por el curso de unas corrientes que hoy, dependiendo de cuáles de ellas se trate, no soñaríamos con surcar.
Algunos casos como los de los ríos Rin, Nilo, Ródano o Guadalquivir (por citar algunos entre los más relevantes) con ser importantes no reflejan por sí solos la realidad del conjunto de la situación: si, tal y como afirma Eckoldt, hasta los más pequeños tributarios eran susceptibles de ser empleados como vías de comunicación, ello no se debía al empleo de las grandes naves, sino al uso sistemático y abundantísimo de los botes y balsas más modestos en la mayoría de los casos, debido a las características de los ríos tanto como a las posibilidades económicas de los usuarios habituales de los cursos fluviales, los habitantes de las riberas (45).
Otros usos de las naves
Hasta ahora hemos hablado, tanto refiriéndonos a las embarcaciones de mayor porte como a las más pequeñas, de un uso terciario de las mismas: se encargaban de transportar personas y cosas, desarrollando una actividad que podríamos insertar en el sector de los servicios. Pero las barcas fluviales y lacustres podían asimismo dedicarse -quizá en combinación con el ejercicio del transporte- a otra interesante actividad económica: la pesca.
Estrabón nos informa de la riqueza pesquera de las aguas costeras gaditanas (46), así como de la riqueza en industrias de salazón del litoral levantino (47); igualmente nos pone al corriente de la riqueza pesquera de alguno de los ríos peninsulares, como el Tajo, del que llega a decir que «…es abundante en peces y está lleno de moluscos» (48). Junto a la información prestada por las fuentes literarias, la numismática acude en nuestro apoyo: las monedas de Caura (Coria del Río) y de Ilipa Magna (Alcalá del Río), localidades ambas sitas en el curso del Guadalquivir, muestran entre otros productos característicos de la producción de sus comarcas distintos tipos de peces entre los que destaca el sábalo. Que la pesca «…fue siempre abundante en el Guadalquivir, sobre todo en su parte baja, ajustándose a lo dicho por Justino (XLIV, 1)» (49) parece dejarlo claro la riqueza y variedad de las especies objeto de captura en el Baetis: «…sábalos, sabogas, barbos, albures, rábalos, anguilas (…), sollos muy grandes (…), alguna trucha, (…), almejas…». Igualmente parece abogar por la importancia de la pesca como actividad económica la legislación romana cuando establece el libre derecho de pesca en todos los ríos y portus, que eran de naturaleza pública (50).
De otra parte, y por lo que se refiere a la relación (física y legal) existente entre las actividades de pesca, sus protagonistas materiales y las propiedades de las riberas, Mª.A. Ligios señala que se consideraba como parte del instrumentum fundi el material empleado para la pesca, consideración que abarcaba desde las barcas provistas de piscinae para conservar el pescado vivo hasta los aparejos de pesca, incluyendo a los esclavos encargados de las faenas propiamente dichas (51)
Bien podría ser que desde cualquiera de las embarcaciones que hemos contemplado se pudiera desarrollar la pesca, dadas las propias características de las barcas, especialmente aquellas de menor tamaño, pero las fuentes apuntan hacia algunas en concreto como las protagonistas de dicha actividad pesquera. Serían especialmente las rates, las scaphae y las cydaria. Una muestra de una ratis -en su variedad de almadía- de pesca la tenemos en las imágenes conservadas del desaparecido mosaico romano de Santa Constancia (siglo IV d.C.): en una representación si se quiere alegórica, una balsa de maderos sirve a dos figuras aladas para lanzar las redes y para pescar con tridente: con independencia del carácter de los personajes mostrados, la idea central del tema es claramente la pesca desde la ratis (52). También la scapha aparece vinculada al mundo de la pesca; scaphae piscatoriae sería la denominación que recibieran estas barcas en su faceta pesquera (53). Por último, cabe citar la embarcación que en el mosaico de Althiburus aparece con el nombre de cydarium (54).
De morfología muy similar a la celes (o el celox) y a la vegeiia (entre los que parecería configurar un tipo intermedio), el cydarium es una embarcación de reducidas dimensiones (como el resto de las de su género), reforzada en toda su eslora por un larguero horizontal destinado a proporcionarle mayor solidez, que aparece representada con dos tripulantes que se esfuerzan en tirar de una pesada red cargada de peces. No parece probable que única y exclusivamente desde estos tres tipos de barquillas se desarrollaran las faenas de pesca en las aguas interiores; más bien nos inclinamos a pensar que son las que conservamos mencionadas como pesqueras, sin que ello indique en ningún modo una presunta exclusividad por su parte en tales menesteres. Así pues, tanto desde otros modelos de embarcaciones como desde las riberas y las pesquerías construidas como tales en los ríos podrían desempeñarse las labores de pesca (55).
No sólo la pesca proporcionaba una función más a las embarcaciones fluviales, ya que a la comunicación a lo largo de las riberas (entre los distintos enclaves y asentamientos humanos sitos junto a los cauces) ha de añadirse la comunicación «a lo ancho» de los cursos: el cruce de las orillas de los ríos debía realizarse básicamente en barco, ya que todo posible obstáculo para la navegación debía ser eliminado, y los puentes podían constituir un tal impedimento, por lo que su construcción se limitaba a los cursos no navegables, y en los ríos navegables, a aquellos tramos que sólo podían ser surcados por embarcaciones pertenecientes a los modelos de más reducidas dimensiones (56). De este modo, el primer puente romano a lo largo del curso del Baetis se encuentra en Córdoba, límite de la navegación según el griego Estrabón (57). En el Ebro, por citar otro ejemplo, el primer puente de piedra se situaba sobre el río en Celsa (Velilla de Ebro, provincia de Zaragoza) (58), encontrándose otro en la ciudad de Vareia, la actual Logroño (59). La ausencia de puentes de piedra en algunos tramos no puede ser achacada -como hemos visto- a una hipotética incapacidad técnica para su realización, puesto que los ejemplos citados dejan bien sentada la capacidad de los ingenieros romanos. Esta inexistencia de puentes debía ser suplida mediante el empleo de barcas y de puentes de barcas (como veremos más adelante) de modo regular para cruzar los ríos.
El tránsito de los ríos debía ser proporcional a la densidad de población en una u otra ribera (60), pero no podemos saber si se desarrollaría de una manera libre o si existiría un monopolio -en forma de cierto control del mismo- ejercido por particulares o por colectivos. Hacia esta última línea parece indicar una lápida funeraria hallada en la ciudad de Córdoba y perteneciente a una «ALVMNA PORTON(ARIORVM)» es decir, de los barqueros encargados del cruce del Baetis (61). En lo relativo a Hispania no contamos con más referencias directas, pero para otros territorios del Imperio, (en grandes ríos como el Ródano o el Danubio, en los lagos helvéticos, en los canales del Delta del Nilo en Egipto, o en la laguna de Cartago, en Túnez) conocemos testimonios de diversa índole que informan sobre la existencia de servicios regulares de barcas de tránsito (62). Sí sabemos que el control del paso de las corrientes fluviales en la Edad Media solía corresponder a los municipios en los que tales cursos se encontrasen; así, en Puerto Real (provincia de Cádiz), al ser fundada la Villa por los Reyes Católicos a fines del siglo XV, establecieron éstos que el paso del río San Pedro, que constituye el límite territorial entre las localidades de Puerto Real y El Puerto de Santa María, y su peaje, pertenecieran a los Propios de la nueva Fundación Real, lo que concedieron en la Carta Puebla fundacional dada en Córdoba en 1483.
El uso pesquero y como vía de transporte del dicho río San Pedro determinaría la existencia de un servicio de paso mediante barcas hasta finales del siglo XVIII, momento en que sería construido el primer puente estable, también de barcas; con ello se conseguía evitar el estrangulamiento de la navegación a lo largo del río (63). Serían las embarcaciones, pues, las protagonistas del cruce de los ríos, sirviendo a la comunicación transversal -y no sólo a la longitudinal- en los cauces interiores (además, la existencia de un paso mediante barca daría lugar a la creación de topónimos alusivos al respecto, como «la Barca de Vejer», en Vejer (Cádiz), lugar donde se encontraba la barca que cruzaba el río Barbate y donde hoy existe un puente con la misma funcionalidad, o el antiguo «Rincón de la Barca», nombre que recibía a principios del siglo XIX (1808) en Puerto Real (Cádiz), el paraje donde se hallaban los muelles y embarcadero para la barca del cruce del río San Pedro (Legajo 1227-11, A.H.M.P.R.) .
Una utilidad más para las barcas fluviales será la de servir como base o armazón (o como parte integrante y móvil de los mismos) para puentes de madera construidos allá donde fuera necesario, especialmente en el marco de operaciones militares. De este tipo debió ser el puente tendido por los ingenieros militares de César sobre el Rin, o los que el propio César relata que fueron construidos sobre el Segre y el Ebro, ya en Hispania (64). Tal y como algunos modelos de barcos eran señalados por las fuentes como especialmente aptos para las faenas de pesca, también algunos tipos de embarcaciones en particular son apuntadas por las fuentes como mejor adaptables para este menester. Sobre la función militar desempeñada por las scaphae en relación con el cruce de los ríos nos habla Vegetio en su Epitoma rei militaris (II.25, 675-680); en efecto, al tratar este autor sobre las herramientas y máquinas (bélicas) de las que disponían las legiones romanas no olvida citar las «…scaphas quoque de singulis trabus excauatas cum longissimis funibus et interdum etiam ferreis catenis secum legio portat, quatenus contextis isdem, sicut dicunt, monoxylis, superiectis etiam tabulatis, flumina sine pontibus, quae uadari nequeunt, tam a peditibus quam ab equitatu sine periculo transeantur…»; vemos, una vez más, cómo el ejército (la tecnología militar) se convierte en punta de lanza de la evolución técnica, de modo que su potencialidad para ejecutar determinadas obras (tanto con carácter permanente como de forma provisional y temporal) resulta determinante a la hora de difundir los avances tecnológicos.
Estas scaphae hechas a partir de un solo tronco de árbol («…de singulis trabus excauatas…», con lo que ello tiene además de significativo acerca del uso y empleo de embarcaciones monóxilas durante el Imperio) y ensambladas mediante tablazones («…tabulatis…») podían servir tanto para construir pasos estables (puentes flotantes) como pasos móviles (almadías destinadas a realizar la navegación transversal de los cursos interesados), dependiendo de las circunstancias que concurrieran; resulta interesante observar cómo se trata de una tecnología conocida y desarrollada desde la logística y la ingeniería militar, pero que termina beneficiando a la sociedad civil: la maquinaria militar romana, garante y custodia de unos Limites europeos básicamente fluviales (Rin y Danubio), debe encarar la defensa y protección de las fronteras, por lo que ha de desarrollar una ingeniería ágil que le permita salvar los obstáculos naturales a los que se enfrenta de un modo cotidiano y constante; de este modo, estos avances tecnológicos rompen la barrera de lo mera y estrictamente anecdótico, de lo puntual en la Historia del Estado Romano, para devenir fundamentales y generales.
Además de las embarcaciones como las scaphae, las scaphulae y los lintres (65), son citadas las rates y los pontones (66). Acerca de las rates sabemos que podían conformar puentes de madera entre las dos riberas de un río, abarloadas unas a las otras por sus costados y cubiertas por una superficie de tablas ensambladas, puentes como el que, en otro contexto, sirvió a los persas de los «megasbasileues» Darío y Jerjes para cruzar el Helesponto (67) o como otro que, ya en un medio fluvial, empleara también el mismo Darío para que sus tropas cruzasen el Danubio en el transcurso de sus campañas europeas (68). Los pontones podrían servir para construir puentes aún mayores que los realizados a partir de las rates, dada su mayor envergadura como navíos; contarían con su mismo volumen como hándicap, puesto que no podrían ser empleados sino en los tramos fluviales -o en las zonas lacustres- donde su calado y desplazamiento no supusiera un inconveniente insalvable para se desplazamiento. Sevilla contó hasta el siglo XIX con un puente de barcas (hasta la construcción definitiva del primer paso firme sobre el Guadalquivir a su paso por Sevilla, el puente de Isabel II o «de Triana») (69).
Más al Sur, el puente que sustituyó al servicio de barcas sobre el río San Pedro en Puerto Real (Cádiz) debió estar formado a su vez por barcas, como parece demostrar la documentación existente: contamos con cuentas sobre el «Puente de Barcas del Río San Pedro» del año 1808 (70). Disponemos al mismo tiempo de documentación relativa a los materiales empleados para la instalación de un paso de barcas en el San Pedro, documentación que hace referencia a que «…también se les debe a los Prestamistas del Puente sobre el Río San Pedro la cantidad de treinta y dos mil pesos que en el año de mil setecientos ochenta y siete dieron para la construcción de sus barcas quarenta y un mil y quinientos y solo se restan los dichos…» (la cursiva es nuestra), lo cual parece no dejar lugar a dudas sobre la naturaleza del paso establecido sobre el río San Pedro, entre las modernas localidades de Puerto Real y El Puerto de Santa María, en Cádiz (71).
Notas (las notas 1 a 33 aparecen recogidas en el anterior artículo, que es primera mitad del texto original)
34. G. Chic, «La Navegación fluvial en época romana», en Revista de Arqueología, nº. 142. 1993, pp. 28-39.
35. P. Gauckler, en Daremberg-Saglio, voz «stlatta», fig. 6640.
36. Vid. nota 13 (texto anterior).
37. De hecho, aún hoy día, las unidades comerciales pueden, en caso de conflicto bélico ser militarizadas y movilizadas, como complemento de las unidades militares, en funciones preferentemente auxiliares: como transporte de tropas y pertrechos, como buques-hospital… Nada hace suponer, pues, que naves como las mencionadas (stlattae, scaphae…) no pudieran compatibilizar sus usos comerciales con aplicaciones militares llegado el caso, y ello sin perder -ni ver alteradas sobremanera- sus características físicas propias.
38. Cfr. P. Gauckler, en Daremberg-Saglio, voz «placida», fig. 5761. Aulo Gelio, Noches Áticas, X.24.
39. En Daremberg-Saglio, voz «vegeiia», fig. 7341. La vegeiia tendría cabida para entre tres y cuatro remeros, mientras la placida podría albergar -fiándonos en la representación de Althiburus- sólo dos pasajeros.
40. L. Abad, op. cit., pg. 77.
41. En Hechos de los Apóstoles, XXVII, 16-17 se nos dice que una vez controlado el bote salvavidas, lo izaron a bordo del navío en que viajaban. Un aspecto más de las scaphae (hermanas mayores de las scaphulae) lo proporciona el comediógrafo Plauto después de la Segunda Guerra Púnica: en efecto, entre los tipos de vasos que menciona uno de sus personajes, el esclavo Stichvs, como pertenecientes a los ajuares domésticos propios de las casas de fuste romanas aparecen los canthares, las bathioques y -lo que nos resulta aquí y ahora de más directo interés- las scaphies; se trataría en este último caso, según sostiene J. Heurgon (La vida cotidiana de los Etruscos. Madrid, 1994, pg. 264) de unas sofisticadas y lujosas copas para beber, en forma de barca («scaphies»), ejemplo de refinamiento y lujo (Plauto, Stichus, 694-ss.).
42. G. Chic, op. cit., pg. 36.
43. Vid. voces (y autores) correspondientes en Ch. Daremberg y E. Saglio, Dictionnaire des Antiquités grecques et romaines. París, 1877-1918. Para un pormenorizado estudio de conjunto sobre embarcaciones de pequeñas dimensiones en la Antigüedad romana, vid. L. Casson, Ships and Seamanship in the Ancient World. Princeton, 1971, Cp. XIV.
44. Expresamos nuestras reservas una vez más ante la multitud de nombres encontrados: no podemos sostener con seguridad que estos nombres designaran tipos diferentes de embarcaciones; así como encontramos dos barcas de un tipo parecido si bien no exactamente igual (vid. G. Chic, «La Navegación fluvial en la Antigüedad», en Rev. Arq. Nº. 142, 1993, pg. 36) bajo la denominación de tesseraria (una más redondeada de formas, con una menor diferencia estructural entre proa y popa, la otra con unas formas más marcadas, popa menos redondeada y proa terminada en espolón), podemos pensar que bajo una misma denominación pueden encontrarse modelos distintos, y viceversa: bajo denominaciones diferentes pueden subyacer barcos de un idéntico tipo (como sucede con naves como las celes y celox, morfológicamente muy similares, o incluso entre la vegeiia y la stlatta, cuyas diferencias no son tantas contempladas detenidamente). Sobre estas diferencias regionales y la multiplicidad de denominaciones y tipos, vid. L. Casson, op. cit, pp. 338-341 (para tipos britanos, egipcios, griegos, galos, africanos…); vid. también K. Greene, op. cit., pp. 19-20 y 31-ss.
45. Si bien es cierto, como hemos comprobado, que en no pocos casos algunas de estas naves tenían una naturaleza dual, dado que igualmente podían llevar a término sus labores en aguas marinas. Sobre el uso en el pasado de embarcaciones de carga en ríos que hoy día no son navegables, vid. M. Eckoldt, «Navigation on small rivers in Central Europe in Roman and Medieval times», en International Journal of Nautical Archaeology, 1984, 13.1, pp. 3-10. Este autor sostiene que en ríos «pequeños» (los que sitúan el volumen de su flujo por debajo de los 20m3/s.), las embarcaciones fluviales mayores (entre 2-5 y 30 toneladas) no tendrían cabida, quedando la navegación reservada a barcas menores, incluso monóxilas («logboats»), y, en cualquier caso, de fondo plano (como es el caso de la nave medieval del lago Constance: vid. al respecto D. Hakelberg, «A 14th.-century vessel from Immenstad (Lake Constance, southern Germany)», en IJNA 1996, 25. 3-4, pp. 224-233). La capacidad establecida por Eckoldt para estas naves está entre 0’1 y 1 tonelada; el puntal entre 0’30 y 0’60 metros; y el calado entre 0’20 y 0’45 metros. Aumentando la manga (el ancho) de las embarcaciones habría aumentado su capacidad de carga; cita para ello el ejemplo del «Lastfloss 1», un bote hallado en Estrasburgo que -si bien necesitaba de la sirga para sus desplazamientos- podía cargar hasta 3’5 tons., con un calado de 0’33 metros (Eckoldt, art. cit., pg. 3).
46. III.2.7. (145).
47. III.4.6. (159).
48. III.3.1. (152).
49. Chic, La Navegación por el Guadalquivir…, pp. 54-58 y n. 95.
50. Chic, loc. cit. Sobre la existencia de esturiones (o «sollos», como popularmente se les conoce) en el Guadalquivir, vid. S. Ordóñez, «Aportaciones a la ictiofauna de la Antigüedad en la Bética: el caso del esturión del Baetis», en P. Sáez y S. Ordóñez (eds.) Homenaje al Profesor Presedo. Sevilla, 1994. Un ejemplo de la legislación romana sobre pesca en Justino, Instituta, II.1.2-3: «flumina autem omnia et portus publica sunt: ideo ius piscandi omnibus commune est in portu fluminibusque».
51. Mª.A. Ligios, Interpretazione giuridica e realtà economica dell’instrumentum fundi tra il I sec. e il III sec. d.C. Nápoles, 1996, pp. 263-ss., quien recoge los textos de Pauli Sententiae, III, 6, 41 y 66; Marciano, Dig., XXXIII, 7, 17, 1; Escévola, Dig., XXXIII, 7, 27 pr.
52. P. Gauckler, en Daremberg-Saglio, voz «ratis», fig. 5920.
53. P. Gauckler, en Daremberg-Saglio, voz «scapha». Justino, II, 13, para scaphae como barcos de pesca.
54. Chic, «La Navegación fluvial en época romana», Rev. Arq. 142, 1993, pg. 36.
55. Para pesquerías en los ríos y un paralelismo en época medieval, cfr. M. González, «Notas sobre la pesca en el Guadalquivir: Los canales de Tarfia (siglos XIII-XIV)», A.H., 191, 1979.
56. La legislación romana es clara sobre la obligación general de no interrumpir ni entorpecer los cursos de agua; así, el Digesto establece la utilidad pública de los ríos (I.8.4: «flumina paene omnia et portus publica sunt»), y Ulpiano en XLIII.12.1.3 aclara el sentido de «río público»: fluminum quaedam publica sunt, quaedam non; publicum flumen esse Cassius definit, quod perenne sit (recogido por G. Chic, La Navegación por el Guadalquivir…, pg. 49, n. 55); en algunos casos, como en el puente de Alcántara, la solución estribaba en elevar la altura de sus luces, de modo que fuera posible para las embarcaciones fluviales atravesar los arcos de los puentes.
57. Estrabón, III.2.3. (142). El Baetis podía ser remontado, más allá de Corduba hasta las proximidades de Castulo (Cazlona, en Jaén), pero el límite de la navegación estable y fluida se situaba en la ciudad de Córdoba. En palabras de G. Chic (La Navegación por el Guadalquivir…, pg. 22), «…los yacimientos de las antiguas alfarerías dedicadas a la producción de ánforas y situadas sobre sus orillas (del Guadalquivir, n. del a.) dan testimonio de que son verídicos los informes de un Estrabón o un Plinio…» (Plinio, N.H., III, 10).
58. Estrabón, III.4.10. (161).
59. Plinio, N.H., III.21. El río Ebro debía, pues, ser navegable hasta Celsa para barcos de tamaño pequeño y medio, y de ahí hasta Vareia su corriente debería ser surcada por embarcaciones de más reducido desplazamiento. G. Arias ha presentado además una interesante hipótesis sobre el uso de los cursos fluviales como complemento de las vías terrestres: en este sentido (y considerando los desfases e irregularidades en las medidas y distancias de las vías romanas), Arias sostiene que los ríos no serían meramente «atravesados» mediante barcas (o mediante puentes de barcas) para continuar el trayecto terrestre al otro lado, sino que se podrían contemplar tramos acuáticos (fluviales) que complementarían los tramos terrestres del viario romano (vid. al respecto G. Arias, «El Itinerario de Antonino y los grandes ríos», en G. Arias, ed., Repertorio de Caminos de la Hispania Romana. Estudios de Geografía Histórica. Madrid 1987, pp. 121-123).
60. Cfr. J.M. Suárez Japón, «El pasaje de barcas de Coria del Río: una aproximación geográfico- histórica», A.H., 209, 1985.
61. Vid. A. Ibáñez Castro, «Lápida funeraria de Córdoba», en Actas I Congreso Andaluz de Estudios Clásicos, Jaén, 1982; los esclavos de corporaciones naieras son contemplados en Digesto, XIV, 1.4.2.
62. P. Gauckler, en Daremberg-Saglio, voz «ratis».
63. «Otrosi por quanto en el camino que va para el puerto de santa maria ay un rrio salado (…) vos damos licencia para fazer la dicha barca e que lo que rentare agora e de aqui adelante que sea para los propios del concejo de la dicha villa» (transcripción de A. Muro Orejón, «La Villa de Puerto Real, fundación de los Reyes Católicos», en el A.H.D.E., Tomo XX, pp. 746-757. Madrid, 1950). El paso del río San Pedro mediante barcas se conservó como en sus primeros tiempos hasta finales del siglo XVIII; la barca se arrendaba por períodos fijos y determinados (anuales como mínimo), lo cual ha generado un considerable volumen de documentación: encontramos expedientes relativos al arriendo de este bien de Propios durante los siglos XVII (como en 1624: Legajo 1215-2, A.M.P.R.) y XVIII (entre otros, el año 1777: Legajo 1231-12, A.M.P.R.); encontramos también documentación relativa a las obras de mantenimiento de la infraestructura de la barca, del muelle, el embarcadero, el camino de acceso («Expediente sobre la composición de la calzada de la Barca del Río San Pedro»: Legajo 1223-6, A.M.P.R.). Durante todo este tiempo (estamos hablando de 300 años, entre los siglos XV y XVIII), la barca se mantuvo como el único sistema de pasaje sobre este río; el primer puente fijo -no de piedra, sino de barcas- no se comenzaría a construir hasta fecha tan tardía como 1778 (Legajo 1231-19, A.M.P.R.), y ya en 1780 el Ayuntamiento de Puerto Real comienza a generar documentación sobre el cobro de los derechos del paso del puente, paso que seguía siendo entendido como un bien perteneciente a los Propios de la Realenga Villa (Legajo 1231-21, A.M.P.R.), como lo fuera la barca (es decir, que no se consideraba -a efectos fiscales- la diferencia entre uno u otro medio de paso). A principios del siglo XVIII, (agosto de 1701) con motivo del desembarco de una tropa de 14.000 angloholandeses en el Puerto de Santa María (en el marco de la guerra de Sucesión española), y con el fin de dificultar en la medida de lo posible los movimientos de este ejército, el cabildo portorrealeño obstaculizó «…el paso de las fuerzas invasoras mediante la destrucción de la barca del río San Pedro…», según J.J. Iglesias («Esplendor de la Real Villa en el siglo XVIII», en A. Muro, I. Hernández, J.M. Cruz y J.J. Iglesias, Los Pueblos de la Provincia de Cádiz. Puerto Real. Cádiz, 1983, pp. 53-ss.).
64. Para el puente cesariano sobre el Rin, vid. Suetonio, César, XXV; para los pasos sobre el Segre y el Ebro (un puente de barcas en este caso concreto), vid. Bell. Civ. I, 54, 1-ss. y Bell. Civ. I, 61, 5. respectivamente.
65. L. Abad, op. cit., pg. 76.
66. Vid. voces (y autores) correspondientes en Ch. Daremberg y E. Saglio, Dictionnaire des Antiquités…, op. cit.
67. Para el puente montado por las tropas de Darío sobre el Helesponto, Heródoto, IV. 87-88. Para el puente construido para Jerjes, Heródoto VII. 8, 10, 25, 33-37 y 55. Para un puente de barcas en Arles en época romana, cfr. Ph. Daniel, «Le pont de bateaux à Arles dans l’Antiquité», en Actes du Colloque «Histoire du Rhône en pays d’Arles». Arles, 1994.
68. Heródoto, IV. 89. Para la retirada de los persas a través de ese mismo paso, Heródoto, IV. 133-134, 136, 139 y 141.
69. El término ponto se ha conservado -como sucediera con la palabra latina corbita (que ha generado «corbeta») en castellano, en la palabra «pontón», definida como «barcaza de fondo plano usada en puertos y ríos.// Puente de maderos o de una sola tabla» (cfr. Nuevo Diccionario Enciclopédico Larousse, voz «pontón»). Para el ponto como nave fluvial, S. Isidoro, Orig., XIX, 1, 24. Sobre el puente de barcas de Sevilla, cfr. F. Morales Padrón, Sevilla y el río. Sevilla 1980, pg. 19; R. Ford, viajero romántico que recorrió España en el primer tercio del siglo XIX, recoge la existencia de algunos puntos de paso con barcas en el Guadalquivir a la altura de Sevilla, como el que existía «…pasando la Puerta de San Juan…», donde se encontraba el pago de «La Barqueta», llamado así precisamente por «…la lancha que cruza el río…» (R. Ford, Manual para viajeros por Andalucía y lectores en casa. Reino de Sevilla. Madrid 1981, pg. 262 [Londres, 1845]); una vez más la actividad económica (en este caso, el tránsito fluvial), vuelve a generar toponimia, como en las gaditanas «Barca de la Florida» y «Barca de Vejer», sobre el Guadalete.
70. Cuentas del «Puente de Barcas» sobre el río San Pedro para el año 1808, Legajo 1227-10, Archivo Municipal de Puerto Real.
71. Legajo 1227-11, A.M.P.R. Junto a estas descripciones cabe reseñar la del ilustrado Antonio Ponz (quien escribe a finales del siglo de las Luces); este autor escribe sobre el puente de barcas que atravesaba el río San Pedro (hemos de entender que cuando él lo cruza, pocos años después de su construcción, ya que nos encontramos ante un testigo de primera mano) en los siguientes términos: «Se compone de nueve barcas, con piso de tablones encima, y su extensión es de más de doscientos cincuenta pies; se hizo el año 1790 (…). Tiene levadizo uno de sus ojos para que pasen las barcas, dividiéndose por medio de dos mitades, cuya operación se hace por medio de dos manubrios de los lados que, haciendo rodar sus linternas por un arco dentado, eleva el medio ojo, haciéndolo girar sobre un eje. En este puente está la división de los términos del Puerto de Santa María y Puerto Real» (A. Ponz, Viaje de España. T. XVIII. Madrid, 1988, pp. 719-720 [Madrid, 1788]); no ha de quedar dudas sobre la naturaleza del citado paso: se trataba de un puente de barcas destinado a facilitar el tránsito de las embarcaciones fluviales por el San Pedro, para lo cual contaba con los medios necesarios (y descritos). Para una opinión distinta (y errónea) sobre el particular, vid. A. Muro Orejón, Puerto Real en el siglo XVIII, en Anales de la Universidad Hispalense, XXI, 1961 (Sevilla, 1962), pp. 22-23, quien sostiene que se trataría de un puente firme (no de un paso sobre barcas), si bien construido en madera.