Sin lugar a dudas habremos de coincidir en que una de las maravillas del viaje (entendido como un fin en sí mismo o como un medio que nos permite alcanzar un destino deseado u obligado…) es el descubrimiento de gentes y lugares, la posibilidad que nos ofrece el desplazamiento para conocer novedades o para el reencuentro con espacios, lugares, paisajes y, desde luego, personas, que han podido formar parte -con mayor intensidad o fortuna- de nuestro pasado.
Desde la Antigüedad Clásica múltiples han sido los ejemplos de cómo diversos autores han tratado de retratar sus rutas, de dejar a la posteridad el testimonio de sus viajes, de las geografías y gentes que el viaje les diera ocasión de conocer, desde Herodoto a Tucídides, desde Estrabón a Pausanias, desde Jenofonte al mismísimo Cayo Julio César.
Daremos paso hoy en estos párrafos a una guía decimonónica del ferrocarril Sevilla-Cádiz, un texto que nos presenta un perfil quizá poco conocido de nuestra geografía hace ahora siglo y medio.
Es una constante desde la Antigüedad el intento de fijar la memoria y transmitir el conocimiento de hechos, sitios y lugares. Autores y tratadistas como Estrabón o Pomponio Mela, por ejemplo, serán, en cierta medida, los remotos antecedentes de los modernos “routards”, ya que en ambos casos la intención primera es la de proporcionar información a los posibles viajeros que, por motivos personales y/o profesionales, tuvieran que enfrentarse a las delicias (a veces entre comillas) del viaje emprendido.
Saltando (y salvando) las distancias temporales y culturales, es nuestra intención hoy la de presentarles una “Guía del Viagero” (sic) de mediados del Ochocientos que, escrita por E. Antón Rodríguez, venía a reflejar la situación general del recorrido en tren entre las ciudades de Sevilla y Cádiz. Más en concreto trataremos de aproximarnos a la imagen que de Puerto Real presenta este trabajo isabelino que en unas escasas páginas muestra una somera -aunque interesante- descripción de aspectos tales como la situación económica de la Real Villa, su demografía su término municipal e incluso algunas pinceladas, bien que breves, acerca de la Historia de la localidad.
Hoy como ayer La utilidad de estos itinerarios es a todas luces evidente. Desde el Anábasis del ateniense Jenofonte a la Ora Marítima del romano Rufo Festo Avieno pasando por la Geografía del grecorromano Estrabón hasta los modernos libros de ruta, todos los viajeros que han sido -y serán- encuentran -encontramos- en los mismos un soporte tanto material como espiritual, por así decirlo, para su particular y personalísima aventura.
La imagen de los diferentes puntos y enclaves visitados por el ferrocarril nos es transmitida por este instrumento de viaje en forma descriptiva; la importancia demográfica, económica, y, por qué no, administrativa y política de cada una de las localidades de la línea será el factor determinante a la hora de la mayor o menor extensión del texto sobre las mismas, tal y como hoy pudiera suceder con un documento de similares características. Pasado y presente marchan, de este modo, de la mano.
No podemos pasar por alto que la línea de ferrocarril Sevilla-Cádiz se cuenta entre las más antiguas de las trazadas y construidas en España, una verdadera punta de lanza de las comunicaciones en nuestro país. La oportunidad política y el interés económico se combinaron para que la tradicional vía fluvial del Guadalquivir, desfasada por la falta de inversiones y por la necesidad de encontrar nuevos caminos de expansión fuera sustituida por un chemin de fer, un camino de hierro que encontramos aquí descrito y retratado.
Arrancando en la ciudad de Sevilla, la “Guía” cubre un total de doce etapas al calor del itinerario de la vía férrea, a saber: la propia capital hispalense, “Dos-Hermanas” (sic), Utrera, Los Palacios y Villafranca, Las Cabezas de San Juan, Lebrija, “Venta del Cuervo” (sic), Jerez de la Frontera, Puerto de Santa María, Puerto Real, San Fernando y, finalmente, Cádiz, ocupándose de mostrar lo que el autor entiende son los elementos, actividades y realidades más importantes de cada una de estas poblaciones.
Comienza la descripción de la Real Villa diciéndose, en el lenguaje propio de la época, que Hállase esta bonita villa en el kilómetro 133 de la línea, á orillas del Océano, en un terreno llano y despejado…. La geografía viene seguida de lo relativo a las cuestiones que atañen a la administración, poniéndosenos en conocimiento de cómo Puerto Real …tiene ayuntamiento, pertenece á la provincia y diócesis de Cádiz, al partido judicial de San Fernando y á la audiencia y capitanía general de Sevilla…, para acto seguido añadirse que la referida población (nuestra Villa) …goza de un clima templado y sano…
Es de señalar cómo la Bahía de Cádiz ya en el siglo XIX ejercía un sensible poder de atracción sobre los ciudadanos pudientes de Sevilla, siendo Puerto Real uno de los enclaves de este “prototurismo” (valga la expresión) decimonónico; en este contexto económico y social, el ferrocarril habría de convertirse en uno de los elementos articuladores de estos desplazamientos temporales-estacionales desde el interior a la costa (y viceversa) de manera que el interés económico viene a ser uno de los definidores de los contenidos de esta ruta del Ochocientos; así, los hipotéticos atractivos de cada ciudad se verían reflejados en los contenidos de este libro, de esta “Guía”, de forma que el lector pudiera contar con un instrumento útil a la hora de afrontar y emprender su desplazamiento en una época en que los viajes aún podían ser (o convertirse en) una verdadera odisea.
En lo que se refiere a la población en sus aspectos de naturaleza estrictamente demográfica, el autor del trabajo, Eduardo Antón, señala que Puerto Real contaba con …1603 vecinos; 6058 almas… (sic); como es de ver, aplica una ratio de 3’8 para la proporción entre “vecinos” y “habitantes” (almas, personas consideradas individualmente), concepto éste más amplio que el anterior y que incluye al total de la población local.
El cuerpo material y físico de la ciudad está compuesto por un conjunto de 812 casas, con un núcleo urbanístico conformado por un total de 23 calles y tres plazas, siendo señaladas de forma específica dos de estas últimas, cuyas denominaciones se han conservado desde entonces (1864) hasta el momento presente: la plaza de Jesús y la plaza de la Iglesia (espacios señeros en la Villa, por lo demás); de las calles se nos dice que las mismas ...son anchas y rectas…, mientras que de las plazas reseñadas se especifica que éstas …tienen buen arbolado y constituyen dos lindos paseos interiores..., notándose el tono ponderativo que el autor emplea con estos espacios del casco urbano portorrealeño.
Si comentábamos con anterioridad cómo se desarrollaba ya en el momento que no ocupa un interesante fenómeno al que nos hemos atrevido a calificar de “prototurístico”, el texto de nuestro interés viene a confirmarlo explícitamente, ya que nos informa de que El aspecto de esta villa es en estremo (sic) alegre, particularmente en los meses de verano, que se vé (sic) llena de familias procedentes de Cádiz, Sevilla y otros pueblos de las inmediaciones... Estas líneas amplían el radio de la atracción que Puerto Real podía ejercer, no quedando éste circunscrito a ámbitos tradicionales, como el de la isla y ciudad de Cádiz o la capital sevillana, sino que incluso las localidades del entorno inmediato parecen añadirse a esta “clientela” turística de la que gozaba la realenga villa. Como podemos ver, pese a tratarse de parámetros muy diferentes de los actuales, el turismo parece revelarse como un claro referente a destacar en el Ochocientos portorrealeño.
Queden estas líneas (y las que vendrán a continuación, en próximas semanas) como una primera aproximación a la imagen que una rareza bibliográfica decimonónica nos ofrece sobre una realidad de hace ya más de siglo y medio; podremos así continuar desgranando unas páginas de nuestro pasado que nos ayudarán a conseguir una imagen más integral de nuestro presente.