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jueves, 21 noviembre, 2024
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Historia de Puerto Real: Notas sobre las torres miradores de Puerto Real

Las torres miradores han representado durante mucho tiempo uno de los elementos referenciales más propios, más característicos, de nuestro paisaje cotidiano. La Historia, la propia fisonomía de la Bahía gaditana tiene en estas particulares construcciones uno de sus capítulos más evocadores, que nos trae a la memoria un paisaje de mares cercanos y lejanos, de bajeles, naos, galeones, tesoros y, a qué negarlo, de piratas.

No resultando suficiente, al parecer, a nuestros antepasados (especialmente a los gaditanos del siglo XVIII) con las azoteas para cubrir sus casonas, se resolvieron a alzar oteros que rematasen sus tejados y sirviesen para divisar mejor el mar y de este modo poder tener un acceso visual a todo lo que por el mismo se aproximase hasta nuestras orillas con una mayor comodidad sin moverse de sus propias casas, siguiéndose así también en Puerto Real un uso extendido por el conjunto de la Bahía gaditana.

De este modo aparecieron las “torres miradores”, como pulcras atalayas que coronaban algunas de nuestras casas más antiguas, erguidas “como enanos sobre hombros de gigantes” (parafraseando a Juan de Salisbury) sobre los tejados de los edificios que las albergaban. Salpicaban nuestro casco histórico (aún se asoma algún ejemplo de las mismas a este tan especial escenario), poniendo de manifiesto la marcada vocación y los señalados intereses comerciales y marinos de la Villa portorrealeña. Quizá no sea posible encontrar aquí las grandes y tan historiadas torres gaditanas, sino que más bien hallaremos unos miradores de porte más discreto y que persiguen sobre lo demás la utilidad, primando la funcionalidad sobre la estética, lo cual en ningún caso les hace estar enfrentados con la elegancia, con el buen gusto, con la belleza.

Posiblemente los miradores más antiguos de entre los conservados en la Villa de Puerto Real fueron erigidos en el siglo XVIII. Se situaban en grandes casonas, cuyos propietarios tenían los intereses y los caudales necesarios (y por tanto, las necesidades específicas) para poder llevar a cabo obras de tal naturaleza y condición. Desde estas indudablemente privilegiadas atalayas los ricos propietarios portorrealeños debían dedicarse a escudriñar el horizonte de las aguas de la Bahía, en lontananza, en la espera de la llegada de aquellos navíos que desde el Nuevo Mundo llegaban a la Bahía de Cádiz (especialmente, aunque no sólo, desde el traslado de la Casa de Contratación desde Sevilla a la ciudad de Cádiz en 1717, hace casi 300 años) cargando en su interior las diversas mercancías en las que es de encontrar en buena medida la base sólida (junto a la propiedad de la tierra, base real de la riqueza en una sociedad del Antiguo Régimen, en una economía preindustrial) y el origen de la riqueza de familias como la de los De la Rosa, condes de Vega Florida, a la que hemos dedicado algunos de los artículos precedentes de esta serie.

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En cualquier caso en Puerto Real quizá una buena parte de estas torres miradores no responderían sólo a la funcionalidad básica de los mismos (la de oteros desde donde vigilar la llegada de los barcos cargados con el resultado del comercio americano), sino que contaban con una funcionalidad social, de “aparato” y representación, ya que se presentaban como un verdadero símbolo de la riqueza económica y del poder político y del status social del propietario de la casa. Manifestación de Poder y representación social son, pues, dos de los aspectos consustanciales a la mera existencia de estas torres, sin obviar las cuestiones estéticas que redondearían su existencia como estructuras consolidadas en el paisaje urbano, y en el paisaje emocional, mental, cultural, de nuestros paisanos de hace tanto tiempo. Es quizá por estos motivos –los últimos de los señalados- por lo que a lo largo del siglo XIX e incluso de manera reciente, en unos días ya tan alejados de las flotas indianas, de la Colonia, se han seguido alzando más miradores, convertidos en un elemento arquitectónico integrado en las claves de la estética habitual, consolidada de nuestro paisaje urbano en el casco histórico (en especial), siendo al mismo tiempo remozados y recuperados algunos de los ya existentes.

20160820_cultura_historia_iglesia_san_sebastianEs posible contemplar en nuestra ciudad esencialmente dos tipos básicos de miradores, de acuerdo con su planta; así, encontraremos los de planta rectangular y los de planta cuadrada. Frente a lo que sucede con algunos de los existentes en la capital gaditana, ninguno de los conservados en Puerto Real cuenta con garitas. Todos los ejemplares conservados en la Villa se rematan en terraza, que resulta en algunos casos accesible mediante el empleo de escaleras exteriores mientras en otros ejemplos la accesibilidad a la misma queda garantizada mediante ingresos interiores a la propia estructura de las torres. El acceso a las terrazas de los miradores podía también llevarse a cabo con el concurso de escaleras de caracol, una forma efectiva de asegurar la comunicación y accesibilidad vertical y que comprometía muy poco espacio en un ámbito a todas luces reducido; estas terrazas superiores podían rodearse ya de barandales de hierro, ya de pretiles hechos de mampostería, con vistas a permitir la mayor seguridad de quienes accediesen a estos espacios elevados.

Muestra del valor no sólo ornamental y estético de estas estructuras, sino de su rol como elementos de apariencia y prestigio social (de “representación”) en el caso de este tipo arquitectónico es la existencia de torres miradores almenadas (sin duda un resabio, una reminiscencia de los tiempos señoriales medievales), como es el caso de uno localizado en la calle Santo Domingo, o de algunos que parecerían querer rivalizar –al menos en altura- con los elementos más destacados por antonomasia, en altura, en el paisaje de una ciudad del Antiguo Régimen, como son las torres de las iglesias locales, como en el caso del mirador ubicado en la calle Ancha, en la casa situada en la esquina de esta vía con la calle San José.

Además de por las razones -ya señaladas- relacionadas con la utilidad económica y con su condición de exponentes de la riqueza, nivel y estatus sociopolítico y prosperidad de los propietarios de las casas que los albergaban, los miradores podían ser, también, construidos por el simple y puro gusto de contar con un punto privilegiado, elevado, desde el cual poder contemplar el horizonte marino y urbano: las perspectivas de la ciudad, las inmediatas y las más lejanas. Las innegables motivaciones estéticas -contándose entre éstas no sólo ya el adorno de la casa, sino también el disfrute del paisaje- y la tradición edilicia se daban la mano de esta forma, redundando en beneficio de la construcción de estos elementos constructivos tan relacionados con nuestra Historia.

Cuando el estatus y la condición social (amén de su situación económica, esencial para el tema que nos ocupa en estos párrafos) de los ciudadanos se refleja en la ostentación de lo que se posee, en el cuidado de las formas exteriores y del comportamiento social, en la exhibición (llegado el caso: no olvidemos que, aparte otros considerandos, la sociedad que gestó estos miradores es la sociedad del Barroco) de los propios bienes (o de los símbolos de la riqueza, en cualquier caso), las torres miradores llegan a convertirse en un elemento privilegiado de cara a mostrar la riqueza y la condición social que poseía su dueño. Las casas son una más de entre las manifestaciones de la condición económica de los propietarios (y quizá una de las más efectivas), y entre los elementos más destacados de las mismas, junto a las portadas y las fachadas en general, además de junto a la propia estructura del edificio en sí, destacarían sobremanera las torres, que se revelan como uno de los puntos fuertes (por así decirlo) de la casa que se quiere destacar para, a través de ellos, poner de manifiesto el poder y la solvencia de quienes los levantaron y disfrutaron.

Como hemos señalado con anterioridad, muy posiblemente los primeros miradores entre los todavía conservados fueron erigidos en la Villa de Puerto Real allá por el próspero siglo XVIII, siendo que en su gestación se aunaban las motivaciones estéticas y la tradición edilicia para promover la edificación de estos elementos constructivos, tan singulares y tan nuestros, como remate airoso de algunas de las casonas singulares de la Villa; es de mencionar a este respecto que muchas de dichas casas singulares erigidas a lo largo del siglo XVIII desaparecieron a consecuencia de la ocupación francesa durante la Guerra de la Independencia, como bien señalase ya el profesor don Antonio Muro, el padre de nuestra Historiografía local: los azares de la Guerra de Sucesión (1700-1712/14), con el ataque anglo-holandés a la Bahía y a la Villa, y de la Guerra de la Independencia, con el ejército napoleónico ocupando y desmantelando Puerto Real durante varios años, al calor de sus necesidades militares, mermarían enormemente el caserío local y con ello nuestro Patrimonio Histórico; en dicho doble contexto de destrucción (a principios del siglo XVIII, de una parte, y a principios del siglo XIX, de otra), buena parte de nuestro casco urbano se vería reducido a la nada, debiendo ser reconstruido a lo largo del Setecientos, primero, y del Ochocientos, después; los edificios históricos supervivientes dan fe de lo que debió ser el Puerto Real de las épocas más prósperas de nuestra Historia (los decenios del Siglo de las Luces, el siglo XVIII, por ejemplo).

La fisonomía de la Bahía de Cádiz, estamos convencidos, no sería la misma sin la presencia intemporal de sus azoteas, sus torres y sus miradores. Desde la atalaya de sus alturas siguen vigilando el mar se diría que esperando, quizá, la silueta de aquellos galeones que se fueron, de las fragatas que surcaron las procelosas aguas del Atlántico y del resto de los mares del Orbe, de las flotas de tantos años, tanto tiempo atrás. Una mirada al otro lado del Atlántico bastará para recordarnos, una vez más, lo poco que separa a Cádiz del Nuevo Mundo, de las ciudades y paisajes, hermanos de los nuestros, que construyeron, que construimos, durante siglos.

La protección de nuestro Patrimonio cultural, monumental, histórico y artístico parece que ha dejado de constituir un discurso estrictamente legal y alejado de la sensibilidad del ciudadano: sólo la conciencia cívica servirá de garantía última de la conservación de nuestro Patrimonio, y con el mismo de nuestras señas de identidad; entre todos hemos de velar porque no se repitan en el hoy y en el mañana desmanes del pasado, de manera que el presente siga disfrutando de esos elementos arquitectónicos y -queremos creer- que el futuro pueda mostrarse, en este sentido, esperanzador.

Cabe señalar que si bien en un principio fueron los hijos de la oligarquía gaditana quienes, por así decirlo, trataron de alzar sus miradas por encima de sus vecinos para gozar de unas mejores perspectivas, las sucesivas divisiones de la propiedad y el paulatino acceso de las rentas bajas a las casas de los cascos históricos (fundamentalmente en régimen de inquilinato) terminarían por transformar los usos de las torres, que de miradores pasaron a convertirse en cuartillos, tendederos y soberaos, contando con utilidades distintas a aquellas funciones originales para las que fueron diseñados, pues tal es el signo de los tiempos: renovarse de acuerdo con las necesidades y características propias de cada momento.

Pero es de señalar que junto a las casas particulares y sus oteros, las edificaciones religiosas contaban en buena medida e igualmente con unos miradores especialmente útiles, sus torres. Estas edificaciones prestarían a la comunidad no sólo servicios espirituales, sino también materiales; ya hemos considerado precedentemente las funciones defensivas que podía desempeñar la Prioral de San Sebastián, su naturaleza poliorcética llegado el caso y su condición, nunca servida, de baluarte para una población desprovista de cerca murada; las torres de los templos portorrealeños podría, como los miradores de las casas particulares, emplearse (y de seguro fue así) como atalayas desde las que otear el horizonte inmediato al casco urbano, con especial atención al mar…

20160820_cultura_historia_iglesia_san_joseAdemás de los ejemplos, circunstancias y casos considerados en los anteriores párrafos, dedicados a estos tipos constructivos, hemos de señalar cómo otro tipo de torres miradores lo constituyen las torres de nuestras iglesias. Las torres de San Sebastián, de San José y de La Victoria, como la de la anterior iglesia de San Benito, hoy desaparecida, podrían cumplir a la perfección dicha tarea. Estos miradores merecerían quizá la consideración de semipúblicos, frente al carácter estrictamente privado de unas torres -los miradores de las casonas particulares- que formaban parte de edificaciones realmente privadas, encontrándose por ende esencialmente al servicio de sus propietarios.

La función de estas torres no era única ni principalmente la económica, especialmente tratándose de edificios de naturaleza religiosa. La función defensiva no debe ser desdeñada (como hemos venido contemplando en otras ocasiones, y hemos incluso mencionado supra), ya que del mar procedían las mayores amenazas contra la comarca (como se demostraría históricamente en más de una ocasión), desde las posibles (y nada desdeñables) incursiones berberiscas lanzadas contra estas costas desde el Norte de África, con una ciudad de Tetuán (conectada con el Mediterráneo a través de un río, el Martín, o Martil hoy, navegable hasta el siglo XIX) cabecera de actividades económicas predatorias proyectadas hacia las aguas del Estrecho de Gibraltar y el litoral (fundamentalmente el litoral septentrional) de dicha amplia región histórica, o la actividad de los piratas ingleses (pero también holandeses, por ejemplo, enemigos tradicionales de la Monarquía Hispánica) o las incursiones extranjeras de mayor calado y envergadura, como la ya mencionada de los angloholandeses de principios del siglo XVIII.

Así, insistimos, la torre de la Prioral de San Sebastián demuestra ya con su mero aspecto (su solidez, sus proporciones y la presencia de saeteras en su exterior) la clara funcionalidad de carácter defensivo con la que debió contar en su momento (siquiera desde un punto de vista teórico, como elemento destinado entre otras cosas a proporcionar una cierta sensación de seguridad a los vecinos de la localidad en su devenir cotidiano), especialmente tratándose Puerto Real de una Villa abierta, i.e., desprovista de murallas que posibilitasen su defensa. Contra todos estos peligros (piratas berberiscos, ingleses, intentos de invasión como la de 1702 o la ocupación napoleónica de principios del siglo XIX) debían también contribuir a velar los miradores de nuestra Villa, prestando sus servicios de vigilancia y ayudando a avistar las posibles amenazas desde la lontananza, permitiendo de este modo a los habitantes de la población disponerse para una hipotética defensa de sus vidas y propiedades (fundamentalmente, de sus vidas, al recogerse, llegado el caso, en los muros de la Prioral).

Vigías los miradores ciertamente privilegiados de las aguas de nuestro litoral inmediato, es posible imaginar la mezcla de emoción y de intereses de aquellos potentados locales (de los cuales los De la Rosa, condes de Vegaflorida -a quienes precisamente dedicábamos los artículos anteriores de esta serie) vienen a constituir un muy buen ejemplo, quienes desde sus alturas escudriñarían el horizonte buscando las respuestas a sus preguntas e inquietudes y contemplarían con enorme alivio las velas de las naves de las Flotas Indianas en su llegada a la Bahía, unas velas en las que, metafóricamente, puede decirse que tendrían invertidos sus caudales, y con ello el futuro de sus negocios y de sus familias.

La distribución, el reparto físico, de las torres miradores en el seno del casco urbano portorrealeño (hoy nuestro casco histórico) viene a hablar de su condición y funcionalidad práctica, toda vez que los miradores antiguos -como era de esperar- venían a estar ubicados en unos emplazamientos desde los cuales, en ausencia de las más modernas edificaciones levantadas en el último tercio del pasado siglo, era aún posible divisar el mar de nuestra Bahía en los momentos en que fueron construidos estos oteros. El límite general, la línea más alejada del borde costero, para la construcción de estas torres vigía se encuentra en la actual calle San José (antigua Huesos). Más hacia el interior (esto es, más lejos de la orilla de la playa, de la línea del litoral) del casco urbano se hará difícil -por la naturaleza descendente del terreno, rebasada la actual calle Teresa de Calcuta en dirección Norte y la lejanía de la línea de la ribera- encontrar más ejemplares de este tipo arquitectónico tan característico de Puerto Real y de la Bahía de Cádiz en general. Hoy día, sin embargo, algunas de estas atalayas se encuentran, por así decirlo, varadas en tierra, sin un mar que contemplar, como consecuencia del crecimiento del casco urbano local, del surgir de modernas construcciones e incluso de la remodelación de algunos edificios que se interponen en el horizonte existente entre las torres miradores y el mar que las generó.

La estética es asimismo una cuestión más a tomar en consideración en el asunto que estamos atendiendo. Las torres servían junto a todo lo demás, como venimos señalando, para proporcionar un mayor realce a la imagen de una casa, contribuyendo a ennoblecerla y embelleciendo su aspecto exterior. El equilibrio en las formas y en las proporciones devenía una máxima constructiva: de este modo, casa y torre debían conformar una unidad integral, un conjunto equilibrado. Como elementos decorativos se utilizan en algunas torres pináculos y otros motivos barrocos que son los habitualmente empleados igualmente en los remates y fachadas de las casas del momento. Pueden contar además con almenas, al modo de las torres medievales en las cuales encontraban un motivo de inspiración (como algún caso que hemos señalado anteriormente); en no pocos casos, además, la cornisa viene a constituir otro relevante motivo utilizado en la decoración de los referidos miradores.

El espacio habitable de las torres (las que de tal disponían, gracias a sus dimensiones) podía encontrar varios usos, siendo utilizado a modo de solarium, de sala de lecturas (merced a las muchas horas de luz natural de que estas estructuras disfrutan) o, incluso, como trastero o buhardilla. Se habría tratado a todas luces de usos “secundarios” de cara a la habitación y al empleo práctico de esos, en fin de cuentas, no desdeñables (si bien no excesivos) metros cuadrados de vivienda. Como venimos observando, su carácter y funcionalidad principal están más dirigidos hacia el exterior de la casa, como vigías, como balcones privilegiados desde los que contemplar las distancias que al interior del inmueble, como parte habitable y directamente habitada del mismo.

Como dato, si queremos, curioso cabe señalar que alguna de las torres (o torrecillas, por denominar así a las de menor fuste) de la Villa ha sido empleada a modo de modesto “campanile”, como es el caso del mirador del colegio del Santo Ángel, o, en otra índole de cosas, como nido y hogar permanente (sic) por las cigüeñas tan características y propias de nuestra ciudad, como en el caso de las torres de nuestras iglesias más antiguas, San Sebastián, La Victoria y San José.

Como hemos señalado, la función de estas torres no era únicamente la económica. La función defensiva, así como la de promoción y ostentación social no deben ser desdeñadas, ya que del mar procedían las mayores amenazas y las familias pudientes de la ciudad mostraban su poderío económico y su estatus social, también, merced a la elevación de estas estructuras.

20160820_cultura_historia_petit_torre

Una de las torres más características, más señeras, de Puerto Real (entre las de naturaleza civil) es sin lugar a dudas la Petitorre. Emplazada sobre un edificio de dos plantas adaptado perfectamente al terreno irregular (una gran diferencia de alturas entre la Ribera del Muelle y la Calle Amargura, donde se encuentran las dos fachadas del edificio, la principal y la trasera) sobre el que se asienta, se levanta este otero frente al mar desde el siglo XVIII. De planta cuadrada, la torre dispone a su vez de dos pisos, al primero de los cuales se añade -quizá con posterioridad a la construcción original- una nueva planta, mejor identificable como tal por la calle Santo Domingo. El segundo cuerpo permanece en su original estructura exenta, destacando así del conjunto de la construcción.

Es cuestión también a considerar que no solamente el espíritu religioso servía de guía a la construcción de los templos: las necesidades defensivas en unos momentos de frecuente tensión y peligros exteriores hacían que los edificios religiosos, llamados a encontrarse entre los principales monumentos -y obras- de las poblaciones, como las iglesias, llegasen a convertirse asimismo en elementos esenciales de cara a la defensa de las ciudades; en el caso de Puerto Real, por ejemplo, tenemos un clarísimo ejemplo en la sólida torre de la Prioral de San Sebastián (y sus mencionadas saeteras).

Si bien desde las azoteas de nuestro casco histórico nuevos oteros siguen alzándose frente al horizonte, dando continuidad así a una tradición, los ejemplares más antiguos siguen conservando su elegancia y su noble estampa. Nuestras torres miradores, las más antiguas, siguen divisando desde sus alturas el panorama de la Bahía y las horas que discurren por nuestras calles y azoteas. Y siguen, tras tanto tiempo, cumpliendo fielmente la misión para la que fueron creadas, embelleciendo el paisaje de la Bahía y de Puerto Real.

Manuel Parodi
Manuel Parodi
Doctor Europeo en Historia, arqueólogo. Gestor y analista cultural. Gestor de Patrimonio. Consultor cultural.

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